Un promotor privado planea construir un parque fotovoltaico en la finca S’Hort d'en Coll, en Selva. La legislación se lo permite. Un parque fotovoltaico, para entendernos, es una instalación de paneles solares que no provoca ruido, ni contaminación, ni daña el medio ambiente; en cambio permite aumentar la sostenibilidad del planeta porque reemplaza la energía que hubiéramos consumido procedentes de combustibles fósiles. Sin embargo, tiene un problema evidente: una finca con paneles solares ciertamente es mucho más fea que un campo natural, con su producción agrícola habitual, aunque en este caso, como es muy frecuente en la Mallorca rural de hoy, no se está cultivando nada.
El alcalde reconoce que el proyecto es absolutamente legal, porque no hay nada que impida que el propietario pueda poner los paneles, pero se compromete a impedirlo. La ley no se lo permite.
Los vecinos de Selva han reaccionado oponiéndose a este proyecto. Observen que no reaccionan reduciendo su consumo de energía, que provoca impactos ambientales en otros lugares, sino exigiendo que no se toque el terreno vecino. A mí me parece normal: existe una larga historia de movimientos vecinales en contra de instalaciones que afean su entorno, por mucho que sean necesarias. Es egoísta, claro, pero es normal. ¿Quién puede preferir que el solar vecino a su casa sea una planta de paneles solares y no un campo lleno de flores?
Lo verdaderamente grave, por sus connotaciones democráticas y legales, viene cuando intervienen los políticos, siempre atentos a dónde hay un voto, indiferentes al ridículo. El alcalde, Toni Frontera, perteneciente a un grupo político denominado Arrelam, que es del entorno de Més, ha explicado a la prensa que quiere paralizar el proyecto. Todo el ecologismo, el consumo sostenible de recursos naturales y las buenas palabras sobre el medio ambiente se van a la papelera porque aquí estamos hablando de votos y con eso no se juega. De hecho, todos los partidos, de derecha a izquierda, se han pronunciado unánimemente en contra. Y ahí aparece nuestra verdadera naturaleza política, nuestros instintos colectivos que no pueden olvidarse con una Constitución o con una visita a las urnas. El alcalde reconoce que el proyecto es absolutamente legal, porque no hay nada que impida que el propietario pueda poner los paneles, pero se compromete a impedirlo. La ley no se lo permite, pero algo haremos, confiesa a los medios. Y añade que ha consultado a los técnicos municipales si se puede declarar patrimonio protegido algún elemento de la finca para que, por este motivo, se deba prohibir el parque fotovoltaico. La prensa que se hace eco de la noticia señala que se ha sugerido la inclusión en el catálogo de bienes protegidos de unas casas existentes en la finca y así se tendría que parar todo.
Es decir, unos bienes que carecen de entidad alguna para ser protegidos, serán usados torticeramente con la finalidad de burlar la ley y paralizar el proyecto. La prensa publica la noticia sin comentario alguno; los partidos de la oposición, supongo, deben congratularse y, naturalmente, a nadie le suben los colores por tan flagrante violanción de todo decoro en el respeto a la ley. Aquí se trata de complacer a los vecinos, da igual cómo.
Recuerdo un alcalde de Menorca a quien en un pleno le preguntaron por una obra ilegal que estaba haciendo una vecina del pueblo, a lo que contestó que “licencia de obras puede que no tenga, pero permiso sí, porque se lo dí yo”.
A muchos, a muchísimos, todo esto les parecerá normal. Y lo es, pero en los regímenes políticos en los que no existe la ley, en los que el político decide lo que quiere. “¡Hágase!”, ¿se acuerdan? Después ya buscaremos cómo lo camuflamos. Política, para nosotros, es la discrecionalidad. O sea, una dictadura. Porque en el fondo, hay una profunda sintonía entre nuestra forma de ser y el franquismo, que es lo mismo que decir la discrecionalidad, o el poder de la multitud. Recuerdo un alcalde de Menorca a quien en un pleno le preguntaron por una obra ilegal que estaba haciendo una vecina del pueblo, a lo que contestó que “licencia de obras puede que no tenga, pero permiso sí, porque se lo dí yo”.
Lo más intolerable de este atropello en Selva no está en la vulneración de los derechos de ese ciudadano que tal vez se creyera la monserga del cambio climático sino en que una violación tan flagrante de la ley se haga pública sin que nadie reaccione; sin que el Parlament balear dedique un minuto a frenar este abuso; en definitiva, sin que los partidos políticos implicados no llamen a sus representantes locales para obligarles a respetar la ley. El silencio social y político debe ser leído como que no nos importa que un municipio haya decidido hacer lo que le parece, más allá de lo que diga la legislación, porque esto es lo que nos va. Incluso algunos elogiarán cómo ese alcalde se ha comprometido en resolver algo que está fuera de su alcance.
No nos quejemos después de los centenares de millones de euros que costó la fallida operación con el edificio de Gesa en la fachada marítima de Palma, fruto también de un atropello similar a este, perpetrado por Unió Mallorquina con el apoyo de la izquierda, que podría haber sido perfectamente el de la derecha. Ni de que Ses Fontanelles nos vaya a costar un dineral porque la protección de esa finca se adoptó para no perder los votos de los ‘botiguers’. Ni de que hayamos prohibido los coches diésel desde 2025.
Para nosotros eso es la política: discrecionalidad. Es nuestra forma de hacer las cosas. Es lo que tiene no creer en la ley más que cuando nos beneficia.