El lehendakari es el testigo total del juicio paralelo, ese en el viven los acusados cuando denuncian que la silla de enfrente siempre estuvo vacía. El juicio desnudo de Código Penal, el que sentenciarán las urnas cuando nos enseñen si, tras cuarenta años de lo que sea que hayamos vivido, los valores que prevalecen en la España de hoy ante los momentos decisivos siguen siendo los de la violencia de siglos que triunfó por última vez durante la guerra civil y la dictadura, o los de una escala nueva, la que obliga a las partes en litigio a no levantarse nunca de una mesa de negociación política sin haber llegado a un acuerdo.
Y no es que Urkullu no ocultara información. Todo lo contrario, mucha y así lo ha proclamado. De hecho, él mismo ha procedido al depósito, en tres instituciones diferentes, de otras tantas copias de cada uno de los más de trescientos documentos que dan fe de los contactos que inició con Puigdemont el 19 de junio de 2017, cuando la Guardia Civil ya llevaba tres años investigando bajo cuerda al independentismo catalán, sin informar al público y, que se sepa, sin ninguna orden judicial, según acaba de declarar Ángel Gozalo, responsable de esa fuerza armada en Catalunya.
Es decir, tal como se hacía bajo la dictadura contra los partidos políticos que hoy sí son legales. Por cierto, que nos devuelvan el dinero invertido en ese trabajo, pues tanto espionaje no sirvió para encontrar ni una sola de las urnas del 1-O. Que fueron miles y vinieron desde China. Cierro paréntesis.
Unas gestiones del vasco que continuó con Rajoy y otros relevantes hasta que la última puerta se cerró del todo y alguien tiró la llave a alguna de las alcantarillas por las que circulan nuestros peores excrementos. Además, Urkullu ha impuesto la condición de que esos papeles que ha protegido no puedan ser consultados por nadie hasta que se haya dictado la sentencia, que esperamos no se refiera a la del TEDH en Estrasburgo, pues no será fácil sobrevivir entre tanta porquería patria.
Hay que tener en cuenta que se trata de papeles llenos de nombres y apellidos relevantes. Ojalá pudiera completarlos con las grabaciones de las muchas conversaciones que también mantuvo, cara a cara o por teléfono. Lástima de un buen Villarejo. En su ausencia, le propongo al lehendakari que, si no lo ha hecho aún, las recuerde, las escriba lo más parecidas a como fueron, y también las proteja.
Nadie se podía llamar a engaño sobre la condición en la que don Íñigo fue llamado a declarar: de lo único que podía hablar era de su intento de mediación, una palabra que con Rajoy estaba prohibido pronunciar. Es decir, política pura. Conviene tener esto claro porque solo los tribunales autorizan la presencia de los testigos y, también a partir de ese detalle van poniendo apellidos a los juicios que terminan sentenciando.
Hemos llegado a este juicio como resultado de la estrategia de amenazas que es marca de la casa en esa media España que se cree siempre la más fuerte en asuntos interiores. ¿Para qué negociar, si ya tenemos la victoria? De ahí su mirada por encima del hombro a la consulta impulsada por el president Más el 9 de noviembre de 2014 y, en cambio, su derrota total en la batalla campal de sus fuerzas represivas contra la mitad de la sociedad catalana, que salió a defender sus urnas más queridas. El juicio de hoy como intento de reparación de la humillación recibida el 1 de octubre de 2017.
El fracaso de Urkullu en su intento mediador es prueba de lo dicho, así como también el del cardenal arzobispo de Barcelona, Joan Josep Omella, que acaba de confirmar que hizo de “puente” y de “correo” entre Rajoy y Puigdemont.
Por su parte, el lehendakari no decepcionó con su testifical ante el Supremo. Le escuché en tiempo real mientras conducía y desde el principio me sorprendió la seguridad de su exposición y también los muchos detalles con que el vasco avalaba sus respuestas a las preguntas de abogados y fiscales. Nada que se pareciera a las declaraciones de los testigos anteriores. Y, por supuesto, una sensación de veracidad que nunca existió en las de Rajoy, Soraya y Zoido, también políticos, que le habían precedido.
Mientras escuchaba comencé a no dar crédito al número de veces que el testigo citaba fechas precisas, indicando siempre día y mes de 2017, y vinculadas a hechos conocidos o a otros en los que él había intervenido personalmente. Cuando finalizó, terminé convencido de que del análisis de todas esas fechas se podrían deducir conclusiones más allá de las que el propio declarante pretendía con unas palabras que ni por solo un momento dejaron de resultar creíbles.
Por eso, antes de ponerme a escribir he escuchado de nuevo su declaración, y la he visto por primera vez en la pantalla. Urkullu no consultó ningún papel, pues tampoco puso nada sobre la mesa. Los resultados, a los que, salvo error por mi parte, usted también llegará si recorre esos 40 minutos, han sido los siguientes:
Número de fechas distintas citadas por Urkullu: 17
Número de veces que Urkullu citó alguna de esas fechas: 60
Por tanto, Urkullu pronunció una fecha cada 35 segundos aproximadamente, pues de los 2.400 que duró su comparecencia hay que descontar el tiempo que hablaron abogados y fiscales. Se cumple la ley de los grandes números, lo que permite abordar el análisis para resolver la inquietud, pues lo más interesante está en el desglose de esas 17 fechas y en el número de veces que citó cada una de ellas. La que más veces, y destacada, diez.
Dejamos el desglose de esas fechas, y su correspondiente análisis, para la siguiente mitad de este artículo. Pero sí facilitaremos una pista advirtiendo que, al igual que todos los comparecientes hasta este momento, Urkullu tampoco citó el nombre del rey, ni en vano ni con razón bastante. Y eso que las defensas intentaron que compareciera para testificar.
Continuará.