Mi padre fue promotor y constructor. Antes era frecuente hacer las dos cosas. La mecánica era muy sencilla en la forma y muy dura en el fondo: compras un solar, te entrampas con el banco, construyes un edificio, confías en vender los pisos y los locales, consigues algo de dinero, pagas las deudas, ajustas cuentas y con lo poco que te queda limpio vuelves a empezar. Ser empresario es una jodienda, tú lo sabes, si es que no lo has olvidado, porque en tu familia regentan una farmacia —que también es una empresa— y tu querido Joan, tu pareja sentimental —estoy viejo, antes lo llamábamos novio—, se dedica al bisnes. Lo del ladrillo lo mamé desde pequeño. Vi a mi padre meterse en un fregado después de otro, siempre sufriendo para pagar las nóminas a final de mes. Llevó la profesión con honestidad y respeto. Creo que por sus venas, en lugar de sangre, corría cemento. Una vez le ofrecieron un caserón en el centro de Palma, un magnífico edificio abandonado. Le propusieron tirarlo abajo y construir uno nuevo…. Y no quiso, decía que aquel edificio merecía continuar en pie. Aún hoy en día aguanta. La ética que a mi padre le faltó en algunos aspectos de su vida personal, le sobró en los negocios. Recuerdo que en una ocasión se asoció con dos tipos más —eso que ahora llaman una joint venture— con los que yo no me iría ni a tomar un café. Uno de ellos era un magnate o mangante o mandante ibicenco, algo así, y juntos construyeron el mayor reto que jamás afrontara. Al respecto, una noche le oí decir a mi madre: «nunca más vuelvo a trabajar con estos tíos, no quiero acabar en la cárcel». Si el viejo hubiera sido más hijo de puta en los negocios, ahora yo podría estar pegándome la gran vidorra de señorito. O, quién sabe, mi padre bien hubiera acabado empapelado y en el trullo porque nunca tuvo amigos políticos. Él iba por libre. Que yo sepa, años antes de montárselo con su empresa trabajó para un constructor vasco ligado a la falange. El falangista le salvó el cuello a mi abuelo, que andaba enredando en el PCE y le iban a dar el paseíllo. Se comió todas las hostias que no había comulgado en la vida. Pero esa es otra historia…
Francina, como te decía, algo sé de la cosa del ladrillo. Entonces, como ahora, es común que un promotor se quede para uso propio una de las viviendas que construye o reforma. ¿Qué mejor puede haber que vivir en una casa que has levantado con tus manos? No tiene mucho secreto: haces la obra, descuentas de la previsión de beneficio el piso que no vas a cobrar, y si más o menos te cuadra te lo quedas, que en el peor de los casos ya lo venderás. No recuerdo que mi padre le vendiera un piso de una de sus promociones a mi madre y mucho menos a mi abuela, que la mujer no estaba para pagar ni un puñetero duro después de salir de Jaén con lo puesto, tener una pila de hijos y aguantar a un marido de esos de dos litros de vinazo al día. Por eso no entiendo que tu Joan te vendiera un piso de su promoción de lujo en Palma y que tú dieras la señal de 3.000 euros. Y tampoco entiendo que le colocara otro a tu suegra por un valor de casi un cuarto de millón de euros, que una señora de setenta años más que para hipotecarse está para dejar herencia, y eso que le deseo muchos años de vida saludable, por supuesto, que yo también tengo madre y la quiero. ¿De verdad le ibas a pagar el piso? Disculpa que desconfíe —o no me disculpes, me da igual—, lo de que el marido o novio o pareja le venda un piso a su mujer me huele a lo que en la empresa se conoce como una «pelota». Repito, ¿de verdad se lo ibas a pagar? Si dices que sí, me lo creo. Es raro, tan raro como legal, y ahí nadie puede asegurar que has hecho algo malo. Respetemos tu palabra como tú siempre has respetado la de los demás.
Podrás pensar que soy un tipo casposo y carca, que me he quedado desfasado, y que no entiendo ni los negocios ni las familias de hoy. Sucede que no me imagino a mi padre haciéndole pagar a mi madre un piso que él hubiera construido. Joder, si me pongo colorao solo de pensarlo. Ya ni te digo qué pensaría si mi padre le hubiera colocado un piso a mi abuela. Tu Joan es un crack de los negocios. Un hombre que le saca 6,8 millones de crédito a Sa Nostra cuando la caja se iba a la mierda, que le endosa un piso a la parienta y otro a la madre, y que pasa de empresario de la jardinería a promotor inmobiliario, es un puto mago de las finanzas. Lo de puto no es insulto, es un vulgarismo de capacidad superlativa, como un «muy» multiplicado por diez. Te lo aclaro no vaya a ser que a Miquel Bisellach, tu fiel escudero, le dé por denunciarme otra vez por difamación. No Francina, no, que estoy de buen rollo. Soy así, una miaja vulgar, qué le vamos a hacer… En serio, deberías nombrar a tu Joan conseller de Economía o recomendárselo a Donald Trump, que va a necesitar gente competente en Washington.
Volviendo al principio, te decía que te guardes de los adversarios que quieran ver en tu vida privada cosas raras para atacarte. Acuérdate de José Ramón y del pollo que le montaron por una farmacia como la de tu padre. Ni te cuento de Ana Mato, que podría vender cupones en la ONCE porque ni vio ni se enteró del Jaguar de 50.000 boniatos de su marido que le apareció por generación espontánea en el aparcamiento de su casa. Qué suerte tenéis de disfrutar de familias en las que no se mezclan las cosas y en las que cada cónyuge obra a su antojo. Mi mujer se asoma a la nevera como el búho que vigila desde la atalaya —tomo la analogía prestada del enorme Félix Rodríguez de la Fuente— y comprueba la compra del supermercado. Pobre de mí como me haya equivocado y en lugar de yogures desnatados sin azúcar haya comprado los de coco. Me cae una buena. Mi santa esposa es santa porque me aguanta, pero te aseguro que me cala todo y cuando me pilla —cosa que siempre acaba sucediendo porque además yo soy medio tonto— se convierte en un diablo de Tasmania. Por fortuna, se le pasa el cabreo a los cinco minutos. Supongo que no entenderás estas cuitas domésticas porque tú vas por un lado y tu Joan por otro. Piensa que no todo el mundo es así, que no todos tendrán con tu persona el respeto que mereces por ser nuestra presidenta, que es lamentable que desconfíen y conviertan sus sospechas en infamias.
Todos esos malvados que te atacan no valoran tu coraje, el valor demostrado cuando has comparecido en el Parlamento a puerta cerrada y sin periodistas para ofrecer cuantas explicaciones fueran necesarias por la no adquisición del dichoso pisito, que algunos llaman palacete —como el de Jaume Matas— para hacerte rabiar. Y más valiente has sido cuando, junto a tus compañeros del PSIB y los sumisos del PP, te has opuesto a abrir una comisión de investigación sobre Sa Nostra, la misma caja con la que acostumbraba a trabajar tu Joan. ¡Ya está bien de exigir luz y taquígrafos! ¿Qué nos hemos creído los ciudadanos? Vale ya de tanta tontería y transparencia.
En fin, me despido, que menudo ladrillo te he endosado. Porque de eso hablamos, de ladrillos. Cuida de tu vida privada. Si tuviera tu número de teléfono, en lugar de una carta, te enviaría un SMS: «Francina, se fuerte».