Del primero, sujeto causante de aquel texto, dijo que era un emprendedor nato que se había inventado el trabajo de estar pendiente de todo lo que se movía en los alrededores del cruce de calles que había elegido como centro neurálgico de su negocio, que montó sin necesidad de inversión inicial y con unos gastos de actividad mínimos, pues partió de cero, o menos. Sus principales “clientes” eran los coches que se acercaban a él con intención de ocupar alguno de los huecos que Owen se inventaba sobre la marcha, y también las señoras mayores que salían cargadas del supermercado cercano o tenían problemas para cruzar la calle.
Owen desapareció hace un año, o más, y D. pensó que alguien con mayúsculas lo vio moverse y le ofreció más dinero, y quien sabe si Seguridad Social, por hacer otra cosa y pasar menos frío. Pero un sábado imprevisto D. volvió y allí estaba su hombre, supuso que para conseguir un extra y saludar antiguos recuerdos. Aprovechó para pedirle su nombre y el número de teléfono, cosa que casi le dio vergüenza por no haber hecho antes, con tantos instantes compartidos, él buscando y Owen encontrando.
Tiempo después, e intentando aparcar en una zona turística de la misma ciudad, D. conoció a Kent, persona igualmente dinámica y con iniciativa para poner orden en su entorno, pero cuya oferta de servicios a la comunidad no podía ser tan variada como la de Owen, debido a la muy distinta configuración de su entorno. Pero eso sí, allí nunca faltaron candidatos para sustituir a los que se iban, como parece haber hecho Kent. En cambio, donde Owen gobernaba nadie ha llenado su hueco y D. tarda más tiempo cada día en apagar el motor. Pero lo peor para él es que ese rincón del barrio no parece el mismo. Es como si faltara una parte del ambiente anterior.
Hay personas casuales, que aparecen y desaparecen pero que son importantes para todos mientras están, sin necesidad de papeles y a veces ni nombre. Sirven, por ejemplo, para recordarnos la buena educación de saludar.