Por el contrario, el magistrado ha concluido que este montante económico corresponde a actividades perfectamente legales que el banquero obtuvo en buena lid, concretamente a través de la venta de productos antibióticos e inversiones inmobiliarias, y que no guardan la más mínima relación con capital vinculado al patrimonio de Banesto, el grupo bancario que Conde dirigió entre los años 1987 y 1993.
Con esta resolución, el juez Pedraz desmonta de forma drástica el argumento de la Fiscalía Anticorrupción, en cuya querella se sostenía que Mario Conde estaba al frente de una red corrupta que a lo largo de un período de 17 años había organizado y puesto en marcha operaciones destinadas a evitar el decomiso de fincas de su propiedad que deberían haber sido embargadas como consecuencia de diversas sentencias condenatorias vinculadas a los casos Banesto y Argentia Trust. A partir de este planteamiento, la Fiscalía había acusado a Conde de nada menos que ocho delitos fiscales, de los que esta nueva resolución judicial le ha exonerado completamente. En otras palabras, ni uno solo de los delitos imputados al antiguo presidente de Banesto, ha prosperado.
Ya en el momento de su detención, Conde se cansó de proclamar a todo el que quisiera escucharle que el dinero al que se le suponía un origen ilegal y que había sido repatriado a España por orden judicial, había sido ganado de forma completamente lícita. Nadie le hizo caso. Más bien, los sectores de opinión ligados a los tribunales y a poderosos medios de comunicación le colocaron la etiqueta de ‘culpable’ desde el minuto cero, sin esperar a que las investigaciones siguieran su curso y se demostrara, o se descartara, la participación efectiva del acusado en los hechos denunciados.
La orden de prisión provisional, en 2016, coincidió con un momento muy especial en la trayectoria vital de Mario Conde. A fuerza de tesón y perseverancia, el banquero había logrado recuperar ante la sociedad española buena parte del crédito personal que le habían arrebatado los escándalos financieros que le salpicaron a principios de los años 90. El héroe que se había convertido en villano volvía a gozar de cierta credibilidad, y sus opiniones como analista económico, social y político, divulgadas a través de libros, artículos, foros y conferencias, volvían a constituir un importante punto de referencia para un sector cada vez más numeroso de sus conciudadanos.
Todo este camino de rehabilitación que Conde había recorrido asumiendo valientemente los errores del pasado fue borrado de un plumazo con su sorprendente e inesperado regreso a la cárcel instado por la Fiscalía Anticorrupción. De nuevo con la etiqueta de villano en la frente, Conde ha tenido que esperar estoicamente durante más de dos años antes de que un juez haya echado por tierra todos los argumentos que le devolvieron injustamente a la prisión.
¿Quién redimirá ahora a Conde del escarnio y el sufrimiento que ha tenido que soportar a lo largo de un plazo de tiempo sumamente prolongado? Injustificadamente prolongado, deberíamos decir. Porque si ya de por sí resulta criticable que la maquinaria judicial cometa tantas equivocaciones de una vez (¡ocho delitos fiscales, insistimos, y ni uno solo ha sido ratificado como tal!), más lo es todavía su exasperante lentitud, que condena a personas inocentes a cargar con la pena de cien mil telediarios durante un plazo indefinido, e indefinible, de tiempo.
Mario Conde es inocente de los procedimientos irregulares que se le achacaban en esta causa. Lo acaba de decir un juez. Ahora bien, ¿cuándo llegará el momento en que sea la propia Justicia quien tome note de sus profundas imperfecciones y se siente en el banquillo para ser, a su vez, juzgada? Por cuestión de justicia, así debería ser.