Así que a las nueve de la mañana hemos formando un corro quieto pero que me ha recordado aquel "de la patata, comeremos ensalada, naranjitas y limones, lo que comen los señores, achupé, achupé, sentadita me quedé". Veintidós entre alumnas y alumnos más ocho entre abuelas y abuelos y dos profesoras, con una caja en medio de la que han ido saliendo preguntas escritas en papeles de colores sobre los tiempos en que fuimos tan jóvenes. Desde la relación entre profesores y alumnos hasta los envases que se utilizaban para los alimentos, pasando por nuestro primer sueldo, el primer coche que tuvimos, los viajes que no hicimos, quienes vivían en casa y muchas otras cosas, nada se ha quedado en el tintero. Con respeto, pero sin vergüenza ni tonterías hemos ido respondiendo e intercambiando comentarios. Una hora y media sin parar y al final unas cocas de postre para compartir. Un rato estupendo y dos pensamientos que no los quiero solo para mí.
El primero está dirigido a los obsesionados por la competitividad y el triunfo por encima de cualquier otro valor. Dejen la fabricación de robots para las multinacionales, porque solo educando personas en las escuelas conseguiremos evitar que las máquinas del futuro consigan dominarnos.
El segundo me viene porque nací y estudié en Madrid, pero 66 años después he recibido la clase de historia más bella de mi vida. Espero que esos veintidós chavales tengan ocasión de mejorarla, aunque no será fácil. Lo dejo escrito por si cunde, porque es un ejemplo admirable de innovación cara a cara, sin teclados ni pantallas. Gracias a la imaginación y el compromiso con su trabajo del profesorado del IES de Santa María del Camí, un pueblo de Mallorca que ronda los siete mil habitantes.