Tras el adiós de Francisco: el camino hacia un nuevo Papa
Con el fallecimiento del papa Francisco, la Iglesia Católica entra en un momento de profundo recogimiento, pero también de necesaria transición. Más allá del duelo por la pérdida de un líder espiritual que marcó una era por su cercanía, valentía reformista y firme compromiso social, se inicia el proceso canónico para elegir a su sucesor. Una tradición milenaria que mezcla espiritualidad, protocolo y decisión colegiada: el cónclave.

Este procedimiento, regulado actualmente por la constitución apostólica Universi Dominici Gregis (promulgada por Juan Pablo II y modificada parcialmente por Benedicto XVI), representa no solo un ejercicio interno de la Iglesia, sino un acontecimiento de alcance global. La elección de un nuevo papa no afecta únicamente a los millones de fieles católicos del mundo, sino que también es seguida con atención por gobiernos, medios de comunicación, líderes religiosos de otras confesiones y ciudadanos que, siendo creyentes o no, reconocen en la figura papal una autoridad moral de primer nivel.
El legado de Francisco: una Iglesia más humana y más valiente
Hablar del legado de Francisco no es solo repasar cifras o reformas, sino comprender el impulso espiritual y pastoral que imprimió a una institución milenaria necesitada de renovación. Su pontificado estuvo marcado por la cercanía con los olvidados, por la denuncia de las injusticias sociales, por una teología de la misericordia y por el diálogo como herramienta frente a la confrontación.
Francisco no fue un papa de dogmas, sino de gestos. Lavó los pies a presos, abrazó a migrantes, recibió a víctimas de abusos, habló claro sobre el drama climático, y se enfrentó, con la ternura como bandera, a las estructuras rígidas de una Iglesia que él mismo quiso “en salida”. Su insistencia en construir puentes en lugar de muros, y su empeño en desclericalizar la fe, marcan una huella indeleble.
Bergoglio no cambió el dogma, pero sí cambió el tono. Y en tiempos de ruido, eso fue revolucionario. Deja una Iglesia en movimiento, más comprometida con la realidad de las personas y más valiente para mirarse a sí misma con honestidad. Deja también una pregunta abierta: ¿será su sucesor continuista o restaurador? Sea como sea, el próximo papa heredará no solo una tiara invisible, sino una brújula ética profundamente necesaria.
Sede vacante: la Iglesia sin papa
Desde el momento del fallecimiento del pontífice, se declara la sede vacante. En esta fase, todos los cargos de la Curia Romana cesan —salvo el del camarlengo, figura clave encargada de la administración temporal del Vaticano—, y la Iglesia entra en modo de espera. No se toman decisiones doctrinales ni se realizan nombramientos, pues se considera que la sede de Pedro está simbólicamente “vacía”.
Durante este tiempo, se llevan a cabo los funerales del papa difunto —habitualmente nueve días de celebraciones litúrgicas, conocidos como novemdiales— y se convoca al Colegio Cardenalicio, que será el encargado de elegir al nuevo obispo de Roma.
El cónclave: una elección de fe y conciencia
El cónclave reúne a los cardenales menores de 80 años con derecho a voto. En esta ocasión, serán 119 los electores, todos ellos convocados en Roma para deliberar y votar dentro de la Capilla Sixtina. Su acceso queda rigurosamente restringido. Nadie, salvo los electores y un pequeño equipo de apoyo técnico y médico, puede permanecer en el interior durante el proceso.
El procedimiento es simple pero profundamente simbólico: los cardenales votan en secreto, uno a uno, escribiendo el nombre de su elegido en una papeleta. Para que un candidato sea proclamado papa, debe alcanzar una mayoría de dos tercios. Si esto no ocurre tras varias rondas de votación, se continúa hasta lograr el consenso necesario.
Entre las votaciones, hay momentos de oración y reflexión. No se permite el uso de teléfonos, internet ni ningún tipo de contacto con el exterior. El objetivo es garantizar la libertad y serenidad del voto, lejos de presiones o influencias externas.
La señal que espera el mundo
Una vez elegido el nuevo papa, el cardenal decano le pregunta si acepta el encargo. Si la respuesta es afirmativa, se le invita a elegir un nombre —un gesto que, en muchas ocasiones, anticipa el estilo y enfoque del pontificado—. A partir de ese momento, el nuevo obispo de Roma se convierte en sucesor de Pedro.
Minutos después, una señal inequívoca anunciará al mundo que ya hay papa: el humo blanco que sale por la chimenea de la Capilla Sixtina. Poco después, desde el balcón central de la Basílica de San Pedro, el cardenal protodiácono pronunciará el tradicional Habemus Papam y dará a conocer al nuevo líder de la Iglesia.
Más que una elección, un momento de esperanza.