Las crisis, como la actual pandemia coronavírica asesina que padecemos, provocan que la humanidad –el ser humano, cada uno de nosotros de forma individual– exhale desde dentro de sí lo mejor y lo peor de su naturaleza social. Es esta una experiencia que en España ya hemos vivido de forma reiterada durante los desfallecimientos económicos que hemos arrostrado consecutivamente en las últimas décadas y siempre provocados por nuestros gobernantes más ineptos. Recordemos a José Luis Rodríguez Zapatero y a Mariano Rajoy como mamotretos de este paradigma político tan enraizado, por desgracia, en nuestros lares.
En ámbitos muchos más exacerbados, la humanidad en general y los seres humanos de forma individualizada han multidemostrado de lo que son capaces –positiva y negativamente– impelidos por las guerras, las catástrofes naturales, las dictaduras, el Holocausto y otras muchas plagas bíblicas que nos han asolado a lo largo de los tiempos.
Desde la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial, la actual mortandad del Covid-19 es lo más extremos que hemos vivido en la Europa contemporánea. Y, aun así, muy lejos de las catástrofes humanitarias anteriormente reseñadas. Pero nos hemos aborregado y, bajo la pachorra que nos ha inoculado el tóxico Estado benefactor, hemos perdido también toda nuestra musculatura y armazón cívicos.
Hemos perdido la consciencia del valor real de las cosas. De la importancia de conseguir victorias a través del nuestro particular, único e intransferible esfuerzo personal. De superarnos para ser mejores y, lo que es más importante, la ilusión de legar a nuestros hijos un mundo mejor del que heredamos de nuestros padres.
En los dos últimos meses de confinamiento obligado que hemos pasado para evitar la propagación del virus asesino, nos ha preocupado muchísimo la potencia de nuestra conexión domiciliaria a Internet, también el escalado consecutivo de los capítulos de las series televisivas, los ejercicios físicos a desarrollar para conservar la turgencia de nuestros muslos y, más escacharrante si cabe, la incomodidad de no poder acodarnos en la barra de un bar para consumir la cervecita de media tarde. Sí, señores conciudadanos españoles: mayoritariamente, estas han sido nuestras grandes preocupaciones. Aunque parezca mentira.
Mientras, más de 27.000 conciudadanos morían con los pulmones encharcados por la pandemia, nuestros abuelos y abuelas boqueaban solitarios sin oxígeno en habitaciones aisladas de los geriátricos y los profesionales de la sanidad que nos han salvado la vida lo hacían envueltos en bolsas de basura y guantes de goma para fregar platos comprados con su propio dinero en el supermercado de la esquina.
Esta execrable actitud de algunos de nosotros se llama egoísmo.
El egoísta sitúa en la cúspide de su pirámide de intereses particulares a un único y solitario personaje: a sí mismo. Y ahora, en el momento de la desescalada que nos está desconfinando, vivimos espantados como los egoístas nos ponen de nuevo a todos en peligro de recaer en el marasmo purulento y mortal de la pandemia.
Como la espuma del cava, una vez las autoridades sanitarias han descorchado el tapón del confinamiento obligatorio, una minoría potente y extensa ha salido en tropel y a lo loco de sus domicilios desatendiendo todas las indicaciones de autoprotección y de prevención sanitaria. Ni mantenemos la distancia necesaria para que el virus no salte de una persona a otra ni seguimos los consejos que, en un futuro más o menos cercano, evitarán que el Covid-19 regrese y otra vez nos asesine, de nuevo nos confine en nuestros domicilios y arrase, como ha hecho ahora, todo nuestro sistema económico, financiero, comercial y laboral.
Y esta decadencia será culpa, evidentemente, del virus. Pero los incumplidores, los irresponsables, los insolidarios y los egoístas seréis todos aquellos que lo hayáis hecho posible y posibilitado, los que habréis extendido la alfombra de entrada de nuevo a la pandemia. Vosotros y solamente vosotros.
Las peticiones se pueden expresar mediante dos modalidades verbales: la rogativa o el imperativo. Por eso, por un lado, rogamos, pedimos, imploramos y deseamos que todos seamos conscientes de que todavía no hemos ganado la guerra al Covid-19 y que aún estamos sumergidos de lleno en la violenta batalla diaria contra él, avanzando paso a paso, lentamente y de forma pacata, pero sin haber alcanzado los objetivos finales.
Y, también por eso, acudimos al imperativo impositivo y exigimos la máxima contundencia contra aquellos que prefieren irse de farra, de fiesta, de botellón o de barbacoa antes que cumplir las normas de obligado cumplimiento emanadas desde la autoridad constitucionalmente elegida para frenar la expansión de la mortal pandemia.
Siempre es mucho mejor ser solidario, empático y colaborativo. Son características que abonan el espíritu altruista de los seres humanos. Pero si las buenas palabras no bastan, hay que acudir a las razones de la ley.
Señores conciudadanos:
Estamos consiguiéndolo. Falta poco. Casi casi hemos superado la pandemia. No destruyamos todo el esfuerzo anteriormente desarrollado. Seamos pacientes durante unas semanas más. Aprovechemos de forma positiva las rendijas que nos otorgan los científicos sanitarios y disfrutemos de forma correcta de las terrazas, de los paseos y del aire libre. Pero no hagamos el ganso, no seamos insolidarios, ni egoístas, ni mentecatos, ni descerebrados, ni codiciosos, ni acaparadores, ni egocéntricos.
Como escribió George Sand en su momento, una mujer que viniendo de fuera nos llegó a conocer muy bien, “no hay verdadera felicidad en el egoísmo”. Apostemos pues, por la felicidad, por la salud y por el futuro. Respetémonos a nosotros mismo y con ello respetaremos a los demás. Nos va en ello no caer otra vez bajo la bota asesina del virus o sobrevivirle, vencerle y arrancar hacia un nuevo mañana. Nos va en ello la vida. Nuestra única vida.