Otoño del 2016. Nueve de la mañana. Un compañero y yo coincidimos en el tren que va de camino a Palma. Ambos nos dirigimos a la universidad. Poco después de saludarnos y charlar un poco sobre las clases, mi amigo y yo iniciamos una curiosa e interesante conversación cinéfila, que no se interrumpió hasta que llegamos a nuestro destino. Recuerdo que al inicio de esa conversación hablamos sobre varios directores de cine clásicos, todos ellos de bastante renombre y prestigio. Desde Hitchcock o Kubrick, hasta Buñuel o Fellini. Asimismo, cuando el tren se acercaba al destino final de ambos, recuerdo que nuestro parloteo se focalizó exclusivamente en el cine español, y en obras de Almodóvar, Álex de la Iglesia o Julio Medem.
Nunca olvidaré las caras que ponían determinados pasajeros del tren al vernos a mi compañero y a mí hablando sin parar durante todo el trayecto. Muchos de esos mirones eran ancianos, aunque también había algunos adultos que no podían esconder su curiosidad, respecto a esa conversación sin descanso que manteníamos mi amigo y yo. Digo todo esto porque hace tan solo unas semanas, en un breve trayecto de autobús, yo también me convertí en uno de esos mirones a lo largo de unos minutos. Justo enfrente de mí, una joven de una edad similar a la mía cogía su móvil con las dos manos, al mismo tiempo que tecleaba su móvil sin descanso, pasando de una pantalla a otra a una velocidad inimaginable. En algún momento, la chica dejaba de mirar el móvil, pero esos momentos no duraban nada. Cinco segundos después, la chica estaba de nuevo enganchada al móvil. A lo largo de esos minutos (menos mal que fueron pocos), una mezcla de angustia y miedo recorría mi cuerpo. Reconozco que estaba bastante nervioso.
Continuamente pensaba: ¿No se cansa de revisar una y otra vez las actualizaciones?, ¿No se cansa de visionar vídeos absurdos?, ¿Tan interesante es lo que sucede en el móvil, que no puede apartar la vista de él ni tan solo un minuto? La chica parecía totalmente enganchada a su teléfono móvil, al igual que los personajes de Un mundo feliz con el soma, una droga que usaban diariamente muchos de esos personajes con el fin de olvidar sus problemas y sus penas. Seguramente pensarán que resulta un tanto temeroso sugerir que los móviles se han convertido en una nueva droga, pero esta afirmación no tiene nada de exagerada. De hecho, un reciente estudio de la Royal Society for Public Health ya alertó de que la adicción a las redes sociales es aún más fuerte que la puede existir hacia el alcohol o el tabaco, al mismo tiempo que numerosos psicólogos han certificado que la adicción a Facebook o Instagram activa las mismas áreas del cerebro que la cocaína.
Digo todo esto ya que cada vez parece más fácil ver a una persona en un transporte público (o en cualquier otro lugar), usando el móvil de manera compulsiva. Hemos normalizado lo alarmante, que es el uso excesivo del móvil, al mismo tiempo que nos resulta extraño lo lógico, que pasa por sorprenderse ante todas aquellas personas que leen o charlan continuadamente en un tren o en un autobús, como me sucedió a mí hace tres años con mi amigo. Por eso mismo, cada vez que voy en transporte público, y veo a jóvenes leer o charlando entre ellos sin ningún tipo de mediación digital, me emociono y mi pesimismo hacia el futuro deja de ser tan fuerte.