Las elecciones generales ya están a la vuelta de la esquina. Dada la situación real y objetiva del país, nunca han sido tan importantes. España misma está en juego. Ya llevamos un tiempo muy largo (estamos ya un tanto hartos) padeciendo a la clase política.
¡Qué cosas se oyen! ¡Qué propuestas se formulan! ¡Qué soluciones se ofrecen! Hay que ser muy indigentes intelectual y moralmente, o muy fanáticos, o muy ingenuos, o muy supremacistas, para pensar que la solución a tanto problema como nos agobia reside en el político a quien, sin pensarlo demasiado, votaremos a fin de mes.
No hace falta advertir, de entrada, lo que nos espera. A lo largo del mes, escucharemos opiniones de políticos, de periodistas, de tertulianos, que, por supuesto, lo saben todo o creen saber más que nadie. Nos los encontraremos en todas partes. ¿Qué hacer ante tanta barahúnda de soluciones contradictorias y, en muchos casos, imposibles?
No caer en la trampa que nos tienden. No perder el tiempo en criticar y echarles a la cara su ineficacia, su totalitarismo, sus mentiras. Esto sólo sirve para enfrentarnos unos con otros, para infernar más aún la sociedad, para odiarnos y dividirnos. Esto sólo sirve, en realidad, para convertirnos en cómplices de cuanto padecemos y lamentamos a diario.
Ya hace mucho tiempo que, personalmente, he perdido toda esperanza en la clase política. Practico exactamente la incredulidad. Prefiero experimentar y verificar lo que cumplen cuando gobiernan. Eso si, sometiéndolo al dictamen de la razón y a la voz de la conciencia. Y, a su resultado, me atengo. Confiar en ellos me parece caer en la pasión de lo imposible, que dijo Lamartine en su comentario a Los Miserables.
El otro día, José M. Castillo nos ofrecía esta jugosa perspectiva para el periodo electoral: “la sociedad no se arregla por el solo hecho de decirle a la gente que los gobernantes son unos ineptos, unos embusteros o incluso unos canallas. Lo que cambia de verdad la sociedad es el cambio de los ciudadanos en sus convicciones y, sobre todo, en su forma de vivir y en sus costumbres”. ¡Perfecto!
Es una constante en mis reflexiones sociales y políticas llamar la atención acerca de la complicidad de los electores en cuanto nos ocurre.
Y lo hago, precisamente, por esto. Estoy convencido que la sociedad sería muy diferente si quienes la integramos gastáramos las energías en cambiar nosotros mismos. Lo que transforma la sociedad (como muy bien señala Castillo) es el cambio en nuestras convicciones, en nuestra forma de vivir, en nuestros usos y costumbres, en nuestro modo de estar en la sociedad en todas sus facetas. Si de verdad nos ocupásemos y nos empeñásemos en semejante renovación personal, todo podría ser muy
diferente: Nuestra visión de la sociedad, nuestros objetivos en ella, nuestra esperanza en los cambios de quienes nos gobiernan. ¿Por qué pedimos a otros lo que podríamos hacer a diario nosotros mismos? ¿Por qué marginamos y odiamos al vecino, por qué nos enfrentamos con quienes piensan de otro modo, por qué no compartimos lo que somos? ¡Otro mundo muy distinto es posible!
Entiendo que el punto de vista expuesto sea considerado como utópico. Lo es, sin duda alguna. Pero, personalmente, me ilusiona y estimula abrazar la utopía y lo imposible. Siempre la he perseguido de alguna manera, aunque haya tenido que pagar grandes tributos por ella. Siempre he entendido la vida como un gran proyecto en mis manos. Proyecto que no he querido dejar en manos ni de la clase política ni de la nomenclatura religiosa.
Es obvio lo que te propongo como reflexión. ¡España se la juega!
Piénsalo y se responsable. Tu voto puede ser decisorio. No te dejes engañar. Tú sabes lo que pasa y donde reside el peligro. No lo dudes.
Ama la utopía. Sé tú mismo. Ama lo imposible.