Un familiar mío, por pura casualidad, ha acabado viviendo exactamente enfrente del edificio sede del gobierno de una región importante, en un país noreuropeo. Se trata de un edificio con cierto porte, situado delante de la antigua prisión regional, de cuya gestión se hace cargo esta institución. La región tiene un millón y medio de habitantes y su riqueza por habitante es similar a la de Baleares. O sea, dimensiones parecidas.
Aunque desde la ventana del piso se ve perfectamente la entrada principal del edificio, jamás observé la menor exhibición de pompa o de boato; nunca un coche oficial, ni un vehículo policial de vigilancia, ni un escolta con sus pinganillos delatores, ni un acto lujoso, de relumbrón. Ni siquiera hay aparcamientos reservados para las autoridades, que deben de usar las mismas plazas que los demás mortales. Tuve ocasión de estar allí en los días previos a las elecciones, sin que tampoco ocurriera nada llamativo. Los costes operativos de la maquinaria pública deben de ser muy modestos, dado que no hay parlamento regional y todo se limita a un plenario comparable con lo que en España sería un ayuntamiento, que sesiona cada dos semanas.
Pero eso es lo que debería ser la política regional en España: austera, limitada a lo que es su competencia, resolviendo problemas y no haciendo charlas de sobremesa que únicamente caldean el ambiente porque no son cuestiones de nuestra competencia.
Si bien esta austeridad a un español necesariamente le llama la atención, la agenda política, los asuntos de los que se ocupan estas instituciones, definitivamente nos chocan poderosamente. Nada en el mundo puede ser más aburrido. Debaten estrictamente sobre cuestiones de su competencia como la recogida y reciclaje de basuras, el transporte público, la formación de parados, las prisiones, el funcionamiento de las escuelas e institutos de secundaria públicos, a nivel de comedores, equipamientos, transportes, pero no sobre temarios; la financiación de la policía –solo hay un cuerpo y es de titularidad regional, aunque coordinada a nivel nacional con otras fuerzas– o la gestión paisajístico-ambiental y el urbanismo a nivel de normativa. Los asuntos que se tratan se ajustan estrictamente a las competencias y nunca cuestiones generales ajenas a su ámbito.
Les aseguro que aquello, comparado con lo nuestro, es un bodrio absoluto: no hablan de temas identitarios, ni tienen un agenda reivindicativa –ni siquiera ahora que padecen un fuerte recorte financiero–, ni mandan a sus representantes a la isla de Chios, en Grecia, con el pretexto de que allí donde hay sufrimiento están ellos; ni debaten si les conviene tener la hora de Ucrania o la de Portugal; ni cuestionan al ejército o se pronuncian sobre el conflicto palestino. La vida política, sin condenar a Trump, sin declararse contra los deforestadores del Amazonas, sin hablar de las armas saudíes o el calentamiento de los casquetes polares, sin cuestionar los coches diesel o alarmarnos por la muerte de un lince en Doñana, es tediosa, claro.
Pero eso es lo que debería ser la política regional en España: austera, limitada a lo que es su competencia, resolviendo problemas y no haciendo charlas de sobremesa que únicamente caldean el ambiente porque no son cuestiones de nuestra competencia. Nuestras autonomías se parecen mucho más a las interminables conversaciones de los abuelos que se reunen en los bares de los pueblos, a quienes tanto les da criticar a “la Merkel” como decir que “no hay derecho” a que haya tantos accidentes de tráfico, que a órganos de gestión, centrados en aquello que les está atribuido en las leyes.
Si le buscamos lo positivo, que siempre se puede encontrar algo, aquí no tenemos tiempo para aburrirnos, aunque sea a precio de oro.