Debo ser el único juntaletras que no ha escrito una columna sobre VOX en los últimos meses. En concreto, ayer se cumplieron cinco años de la publicación del primer y único artículo que le he dedicado al partido de Santiago Abascal. VOX reivindicaba entonces una identidad europea e iberoamericana. Propugnaba una reforma de la Ley de Partidos y de la Ley Electoral, y quería suprimir las subvenciones públicas a sindicatos y organizaciones empresariales. También proponía una reforma en profundidad de la Administración de Justicia para garantizar su independencia. Por último, VOX defendía la supresión del Estado de las Autonomías por considerarlo un modelo fallido, y abogaba por sustituirlo por un Estado centralizado. Esto último es inviable, hoy y hace cinco años, porque requiere un grado de consenso imposible de alcanzar para una reforma constitucional. Por entonces, ni rastro en las propuestas de VOX de los dos rasgos que caracterizaban a la ultraderecha que ya campaba por Francia, Austria y los países escandinavos: la eurofobia y el racismo.
A pesar de ello, la manada mediática de izquierdas ya había emitido su veredicto unánime: VOX era un partido de extrema derecha. A mi me entraba una risa triste, y por momentos pensaba: ojalá llegue la extrema derecha de verdad a España, solo un ratito, un visto y no visto, para que notéis la diferencia. Pero aún teníamos que leer y escuchar necedades más grandes: el PP de Rajoy era una derecha dura, antigua. El PP de Montoro que subía impuestos a las clases medias, el PP de Gallardón que no tocó la ley de plazos para abortar, el PP de Wert que no tuvo valor para garantizar que se pueda elegir el castellano como lengua vehicular en la educación pública en cualquier lugar de España, el PP de Soraya que pasteleó con el independentismo catalán hasta el último segundo que pudo hacerlo… ese PP era una derecha ultramontana, casposa y heredera del franquismo, muy alejada de los modernos partidos liberales que gobernaban en otros países europeos.
Esa izquierda moralmente superior se descojonaba del himno nacional -cancioncilla, llegué a leer- cuando era pitado en un estadio de fútbol, y relativizaba la quema de banderas rojigualdas
Mientras soportábamos este discurso diseñado para votantes con una gran memoria histórica para recordar lo que sucedía en España hace ochenta años, pero no hace veinte, esa izquierda moralmente superior se descojonaba del himno nacional -cancioncilla, llegué a leer- cuando era pitado en un estadio de fútbol, y relativizaba la quema de banderas rojigualdas -un asunto de trapos y telas- porque en Estados Unidos no era delito. Aquí si, el modelo a seguir era el del país que iba a hacer Presidente a Donald Trump.
Fueron ellos que por entonces, ya no, aplaudían con las orejas cualquier atrocidad neocomunista de Pablo Iglesias, los que llenaron el país de fachas. Eran fachas los que pedían un debate serio y alejado del buenismo tontorrón sobre el problema de la inmigración. Eran fachas los que pedían modificar el sistema electoral para evitar el chantaje permanente del nacionalismo. Eran fachas los que planteaban una reflexión para corregir las disfunciones de un modelo territorial que disparaba el gasto público y en determinadas competencias, no en todas, resultaba ineficiente.
Por entonces, la irrupción de Podemos ya había dividido el voto de izquierdas, debilitando al PSOE. Esa faena no podía quedar sin respuesta al otro lado. Había que fracturar el voto de derechas. Ya digo que repartieron tantos carnets de fachas, les salió tan bien la jugada a la intelligentsia mediática progre, que a la primera de cambio desalojaron a los socialistas de la Junta de Andalucía, a pesar del tinglado pesebril que fueron montando durante 38 años en el poder.
los más listos de la progresía local aún están flipando porque escucharon gritos de ¡Fuera moros!. ¿Y qué querían estos estrategas tan geniales? Los voceros mediáticos de Francina Armengol se pasaron años proclamando que da igual tener papeles que no tenerlos
Ayer se juntaron decenas de miles de personas en Madrid pidiendo elecciones ya, y le atribuyen el éxito a VOX. En Palma el día anterior reventaron el Auditorium, y los más listos de la progresía local aún están flipando porque escucharon gritos de ¡Fuera moros!. ¿Y qué querían estos estrategas tan geniales? Los voceros mediáticos de Francina Armengol se pasaron años proclamando que da igual tener papeles que no tenerlos para acceder a todos los servicios públicos, algo que no sucede en ningún país desarrollado, y ahora se escandalizan porque crece la xenofobia. Para solucionar el problema catalán defienden el federalismo asimétrico, una aberración jurídica y moral que destroza uno de los pilares sobre los que dice asentarse la izquierda, la igualdad entre los ciudadanos, y ahora alucinan con la pujanza del centralismo fuera de Madrid. Son los únicos, como Armengol, a los que les pareció adecuada la figura del relator, una idea tan brillante que tuvieron que recular en 24 horas.
Se consuelan porque se desangra por la derecha el PP, que es el padre biológico de VOX. Pero al ser también el mayor damnificado por su irrupción, debemos reconocer que los de Casado en todo caso habrán sido papás de penalti, sin querer. La auténtica madre putativa del partido de Abascal es esa izquierda dura, antigua y ultramontana, aunque disfrazada de modernidad, que emergió con Podemos y que arrastró al PSOE de Sánchez. Como la democracia tiene mucho de juego de equilibrios, ahora surge la respuesta a aquel discurso iracundo y de trincheras que tanta simpatía les despertaba. Lloran ahora como radicales de izquierda lo que no supieron defender desde la moderación.