"Las consecuencias –continuó subrayando- de esta carestía larga y dura están a la vista: descenso del número de presbíteros y media de edad cada vez más alta". El problema está ahí. También está ahí –si no se aborda de forma integral- "la tentación de cubrir la falta de vocaciones con soluciones improvisadas y atajos arriesgados".
La respuesta integral supone también abordar sin miedos todas aquellas cuestiones íntimamente relacionadas: el celibato obligatorio, la rehabilitación en el ministerio de los sacerdotes casados que lo soliciten, acabar de una vez por todas con el impresentable clericalismo existente, proceder al reconocimiento y valoración de la mujer en la Iglesia (acabar con tanta discriminación), que incluya su admisión a la ordenación sacramental, impulsar en serio el movimiento ecuménico, valorización de la sexualidad.
Culturalmente hablando, la lucha por la igualdad de la mujer no tiene marcha atrás, es imparable, es democrática y justa. Cada día será más intensa y extensamente realizada. La Iglesia puede hacer oídos sordos a esta realidad (ya lo ha hecho contra viento y marea) pero, en el pecado, llevará la penitencia. No podrá justificar ni obtener receptibilidad alguna ante tanta discriminación en su entorno. Perderá credibilidad a chorros. Si sigue persistiendo en su idea, seguirá provocando el abandono (al menos) de la mitad de la humanidad. Es más, cometerá el grave pecado de ignorar la cultura y civilización actuales. ¿Dónde queda, entonces, la opción a favor de la inculturación de la fe? (EG, 68-70).
Como muestra de una de sus preocupaciones más sentidas, Juan XXIII nos dejó la Pacem in terris (11.04.1965). En ella ya predicó la igualdad entre todos los humanos: “Hoy, por el contrario, se ha extendido y consolidado por doquiera la convicción de que todos los hombres son, por dignidad natural, iguales entre sí.
Por lo cual, las discriminaciones raciales no encuentran ya justificación alguna, a lo menos en el plano de la razón y de la doctrina. Esto tiene una importancia extraordinaria para lograr una convivencia humana informada por los principios que hemos recordado” (n. 44). ¿Por qué el Concilio no secundó plenamente este criterio? ¿Por qué, en el Concilio, estuvo prohibido hablar del celibato y del sacerdocio femenino?
No es extraño, en consecuencia, que se alzaran voces muy significativas para llamar la atención sobre una realidad ya entonces innegable. Bastaba con un mínimo de sensibilidad para la interpretación de los signos de los tiempos. En plena discusión del esquema sobre los carismas en la Iglesia, el cardenal Suenens, Primado de Bélgica y uno de los cuatro moderadores del Concilio, lanzó este acusador grito a los padres conciliares: “¿Dónde está aquí la mitad de la humanidad?”. La situación de la mujer en la Iglesia ya le parecía, eclesial y culturalmente, insostenible por más tiempo.
El sacerdocio de la mujer fue, sin embargo, un tema tabú. Lo mismo que el tema del celibato. Finalizó el Concilio y todo siguió en los mismos términos. ¿No era posible en el futuro una revalorización de la mujer en la Iglesia?
¿No era viable el sacerdocio de la mujer?
Sin duda, la más controvertida era la tesis decimoquinta: “No existen razones teológicas serias contra el presbiterado de la mujer. La constitución exclusivamente masculina del colegio de los Doce debe ser entendida a la luz de la situación sociocultural de aquella época. Las razones que la tradición aduce para la exclusión de la mujer (el pecado entro en el mundo a través de la mujer; la mujer fue creada en segundo lugar; la mujer no ha sido creado a imagen de Dios; la mujer no es miembro de pleno derecho de la Iglesia; el tabú de la menstruación) no pueden remitirse a Jesús y son testimonio de una difamación teológica básica de la mujer.
A la vista de las funciones dirigentes de mujeres en la primitiva Iglesia (Febe, Prisca) y a la vista del lugar totalmente transformado que hay la mujer ocupa en la economía, la ciencia, la cultura, el Estado y la sociedad, no debería demorarse más la admisión de la mujer al presbiterado. Jesús y la primera Iglesia se adelantaron a su tiempo en lo atingente a la valoración de la mujer; por el contrario, en este asunto, la actual Iglesia católica se encuentra muy rezagada respecto a su época, así como respecto a otras Iglesias cristianas”.
Aunque sería cortocircuitado este impulso de la prestigiosa revista alemana, ahí radicaba y radica, en gran parte, el punto central de toda la reflexión posterior hasta nuestros días. Aquí radica la solución y la salida del atolladero en que la propia Iglesia se metería de inmediato. Y lo haría (¡cómo, no!), al igual que en otros casos, a través de una interpretación maximalista del magisterio ordinario del Papa (Henry Tincq). Esto es, autoritativamente y dando el inoportuno portazo.
A nadie puede extrañar que el cardenal inglés Mons Hume, en el marco del Sínodo sobre los laicos en 1987, participase al Aula sinodal, el siguiente sueño, que nos cuenta Henri Tincq, periodista de ‘Le Monde’. El ilustre cardenal llamó a la Nunciatura en Londres y oyó como respuesta: “La Nuncia no está. Ha ido a leer la homilía en la misa”.
Ante ello, reflexiona el cardenal: “Me enteré de que en mi Iglesia las dos funciones más elevadas -la representación del papa y el comentario del Evangelio- las realizaba una mujer”. Un sueño, veinte años después del Concilio, pleno de decepción ante la realidad: Nada había cambiado ni parece que pudiese cambiar.
Más tarde, Juan Pablo II (22.05.1994), mediante la Carta ‘Sacerdotalis ordinatio’, declaró que “la Iglesia no tiene en modo alguno la facultad de conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres, y que este dictamen debe ser considerado como definitivo por todos los fieles de la Iglesia”. Preguntado el Cardenal Ratzinger, Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, si la doctrina anterior de Juan Pablo II “se ha de entender como perteneciente al depósito de la fe”, contestó
(28.10.1995) afirmativamente.
Y aclara: “Esta doctrina exige un asentimiento definitivo, puesto que, basada en la Palabra de Dios escrita y constantemente conservada y aplicada en la Tradición de la Iglesia desde el principio, ha sido propuesta infaliblemente por el Magisterio ordinario y universal (cf.
Lumen gentium, 25,2). Por consiguiente, en las presentes circunstancias, el Sumo Pontífice, al ejercer su ministerio de confirmar en la fe a sus hermanos (cf. Lc 22,32), ha propuesto la misma doctrina con una declaración formal, afirmando explícitamente lo que siempre, en todas partes y por todos los fieles se debe mantener, en cuanto perteneciente al depósito de la fe” ¡Ya tenemos el término del conflicto!
Creo que el cambio no se producirá sin graves resistencias, conflictos y problemas. Se hará patente el riesgo de división. Habrán de actuarse dosis muy amplias de paciencia. La mujer no se conformará y tenderá a ver el diaconado como un paso adelante pero insuficiente. El argumento socio-cultural tendrá cada día más peso. Y, al final, habrá que enfrentarse abiertamente con el carácter infalible atribuido a la doctrina vigente.
Así las cosas, en un ambiente eclesial enrarecido, el Cardenal de Viena, Christoph Schönborn, particularmente próximo a Francisco, en unas recientes Declaraciones, ha indicado claramente que “…hay margen para maniobrar, también un potencial necesario para cambiar".
Y hace una propuesta coherente: "La de la ordenación [de mujeres] es una cuestión que claramente solo puede clarificarla un Concilio. No puede decidir sobre ella un Papa solo. Es una cuestión demasiado grande como para decidir sobre ella desde el escritorio de un Papa". Propuesta que, en marzo de este mismo año, la Comisión Pontifica para América Latina, deriva hacía un Sínodo universal.
Me cuesta creer que estos dos últimos impulsos se hayan dado sin conocimiento previo del papa Francisco. Un nuevo enfrentamiento entre posiciones diferentes (depósito de la fe) está la vista. Sin embargo, es necesario dar un paso adelante y en positivo. No caben discriminaciones en la Iglesia. ¿Se romperá la trampa?