No voy a decir nada nuevo. Me limitaré básicamente a resumir las ideas de César Vidal en su artículo Primacía de la Ley, publicado hace ya unos años en Libertad Digital. Sin embargo, creo que –ahora mismo- vienen como anillo al dedo.
En el año 1538, Calvino y sus amigos fueron expulsados de la ciudad de Ginebra. El momento quiso ser aprovechado por el cardenal Sadoleto para conseguir que la ciudad volviera a la obediencia de Roma. Los ginebrinos pidieron al año siguiente a Calvino una respuesta, que efectuó y se convirtió en un texto clásico de la historia de la teología. Su importancia radicaba en que en la respuesta de Calvino se exponían dos visiones de la Ley, que habrían de diferenciar desde entonces a las naciones donde triunfó la Reforma y aquellas otras donde no lo hizo.
Como cuenta César Vidal, “el dilema que se planteaba era si el criterio que marcara la conducta debía estar en el sometimiento a la ley o, por el contrario, a la institución que establecía sin control superior lo que dice una ley a la que hay que someterse”. El cardenal Sadoleto defendía el segundo criterio, esto es, que “era la institución la que decidía cómo se aplicaba esa ley y que apartarse de la obediencia a la institución era extraordinariamente grave”. Calvino, por el contrario, defendía el primero, esto es, la Ley (en este caso, la Biblia) tenía primacía y, en consecuencia, si una persona o institución se apartaba de ella carecía de legitimidad. En los países de la Contrarreforma (España, entre ellos) no prosperó la cultura de la primacía de la Ley sino de la excepción justificada, esto es, no todos eran iguales ante la Ley pues se admitía que algunos sectores sociales no estaban sometidos a la misma. Muy en concreto, la Iglesia católica y la Monarquía.
Los ejemplos de esta visión de la Ley en España han sido múltiples a lo largo de nuestra historia y han llegado, incluso, hasta nuestros días más inmediatos. No deseo extenderme en el catálogo. Baste recordar, por ejemplo, a Cervantes (excomulgado por recabar suministros en las parroquias para la guerra), Fuenteovejuna (un pueblo que no encuentra justicia frente a un noble), el Alcalde Zalamea (el castigo de quien había raptado y violado, absuelto por el Rey), las cárceles concordatarias del franquismo, la irresponsabilidad del Rey, el mancharse las togas con el polvo del camino (Conde Pumpido), el prestar el Santuario de Loyola para reuniones entre ETA, la voladura del diario Madrid, los indultos de Matesa, la inmatriculación de bienes eclesiásticos, etc., etcétera. En el fondo, como sabemos, en España se procedió de hecho a crear toda una cultura consistente, en el fondo, en una especie de institucionalización del ‘apaño’ y ‘la chapuza’ con tal de perseguir buenas metas (el fin justifica los medios), sobre todo si las patrocinaba la izquierda. No es extraño, en consecuencia, que tantos años de vida en esa visión y entendimiento de la Ley haya calado en amplias capas de la sociedad española y de cierta clase política. No es extraño que no se acabe (todavía existen demasiados focos de resistencia) de entender que su primacía ha de respetarse frente a todos, sin excepción alguna, máxime tratándose de la propia Constitución.
Decía el otro día Julio Martinez sj., con gran acierto, que “hay un problema enorme de no darse cuenta de que un pueblo es muy diverso y plural. Y que hay que tratar de hacer cosas que incluyan a todos”. Y añadía: “Y no se puede tener una libertad, ni una diversidad, ni una pluralidad bien fundada sin un marco de reglas para todos donde aceptamos un modo de convivir y de respetar las instituciones básicas” (Ibidem). Ese marco común, la Ley, hay que obedecerlo y respetarlo. Es esto lo que importa. Lo contrario se llama dictadura.
Lo que ha venido ocurriendo desde hace tiempo en Cataluña constituye el último y uno de los más claros ejemplos en el que tantos (ciudadanos, instituciones, medios de comunicación, creadores de opinión) se han comportado en conformidad con esta vieja tradición española: la no primacía de la Ley y/o la excepción aparentemente justificada. Grave error. Ese no es el camino. Así no es posible una convivencia sana, ni así se tutela la libertad, la diversidad y el pluralismo.
Quiero recordar, como contraste, un párrafo de un discurso de John F. Kennedy cuando mandó la guardia nacional para hacer cumplir las leyes raciales en los Estados sureños (la entrada en la Universidad de una estudiante de color frente a una turba que se creía en posesión de la razón). Sus palabras no tienen desperdicio: “Los estadounidenses son libres, en resumen, de estar en desacuerdo con la ley, pero no de desobedecerla. Pues en un gobierno de leyes y no de hombres, ningún hombre, por muy prominente o poderoso que sea, y ninguna turba por más rebelde o turbulenta que sea, tiene derecho a desafiar a un tribunal de justicia. Si este país llegara al punto en que cualquier hombre o grupo de hombres por la fuerza o la amenaza de la fuerza pudiera desafiar largamente los mandamientos de nuestra corte y nuestra Constitución, entonces ninguna ley estaría libre de duda, ningún juez estaría seguro de su mandato, y ningún ciudadano estaría a salvo de sus vecinos”.
Las palabras que he transcrito son expresión cierta y aplicación concreta del criterio que triunfó en los países que abrazaron la Reforma. Tal visión quedó establecida definitivamente en el episodio de Lutero en su escrito contra los judíos (Los judíos y sus mentiras, año 1543). Panfleto que, por cierto, fue repudiado por el Príncipe de Hesse, por Melanchton (mano derecho de Lutero) y por casi todas las Iglesias nacidas de la Reforma, que se regían por el principio según el cual había de prevalecer, al juzgar los actos, la primacía de Ley y no la de la institución. La pretensión de Lutero tuvo su freno: la doctrina de la primacía de la Ley, nacida de la Reforma.
¡Qué modo tan distinto de entender las cosas! Kennedy impone la Ley y tutela el derecho de una ciudadana, aunque fuese de color. La Ley hay que obedecerla y, si se ofrecen resistencias, envía la Guardia nacional.
Comparen con las constantes desobediencias del separatismo catalán a todo tipo de leyes, incluida la Constitución, y a resoluciones de las más altas instancias jurisdiccionales (Tribunales). Sin duda, ¡somos diferentes!
El episodio, por cierto, del cardenal Sadoleto terminó con el rechazo de sus tesis. Calvino fue llamado de nuevo a la ciudad de Ginebra.