Esta grave enfermedad de una parte del cuerpo social ha venido incubándose, con la complicidad de muchos, desde hace tiempo. Una parte de la izquierda (política, mediática y cultural) lleva ya varios años gastándose en tal empeño. Ahora, en algunos supuestos, se han subido al carro los de C’s y alguna que otra voz más radical del mundo religioso, que no sabe apreciar el peligro que conlleva el apoyar posiciones intolerantemente radicales.
Todos hemos podido contemplar cómo, con la iniciativa de Psoe y P’s al alimón, se han puesto en circulación iniciativas (a distintos niveles e incluso en diferentes instituciones), coincidentes en una instrumentalización política de lo religioso, que, a la postre, garantiza, con toda seguridad, la división y la separación así como la intolerancia más radical en la sociedad civil.
Lo verdaderamente grave radica, en mi opinión, en que sus promotores e impulsores actúan desde postulados, ya claramente superados en la doctrina, en la legislación y en la praxis de los países más avanzados. ¡Algo vale que todos ellos se autodefinen como progresistas! Personalmente, dudo que lo sean.
A mi entender, son, sin duda alguna, negadores acérrimos de la realidad (Son ideológicos y nada pragmáticos). En el fondo, una parte de la clase política se niega a atenerse a un fenómeno claro e indubitado -no obstante, su lucha encarnizada de más de un siglo- como es, en palabras de Michel Onfray, ‘el innegable retorno de lo religioso’. Les cuesta admitir que su lucha centenaria ha sido inútil y constituye, en su conformación actual de la realidad, un fracaso. Hoy en día, el planteamiento del que tan deudor es una parte de la izquierda española no es ni puede ser el que estuvo presente en la Ley francesa de 1905. La realidad es otra muy diferente y hay que acomodarse a la misma. Por esta razón, la laicidad no la podemos entender como un dogma muerto, fijo e inamovible sino como un concepto vivo, que hay que interpretar en un contexto de la realidad muy distinto.
Aunque les parezca increíble, tengo –desde hace mucho tiempo- la impresión de que una cierta izquierda ha venido haciendo de la laicidad (concepto siempre relativo e histórico) una verdadera religión (algo absoluto y fuera de la historia). En ese marco se profesan verdaderos dogmas inamovibles e intemporales.
Uno de ellos, sin duda, es posicionarse ideológicamente (laicismo) frente al fenómeno religioso, esto es, al margen de la realidad existente en este momento en la sociedad española. Grave error de perspectiva, como hemos dicho anteriormente, y grave contradicción para quienes niegan, como principio, la existencia de principios y valores absolutos.
¿Qué pasa, entonces? Muy sencillo: la contradicción se impone. En efecto, se niega, con carácter general, que los grupos religiosos (no solo el cristianismo) mantengan ciertos posicionamientos en la sociedad actual sobre la base de la defensa de valores y principios absolutos, no negociables, porque lo que ha de imperar es un cierto relativismo cultural y moral, evidente en la defensa del pluralismo ético. Sin embargo, cuando, en ese mismo marco, están en juego posicionamientos de la izquierda cultural, resulta que se estiman dogmáticos y absolutos en su lucha contra la religión, sobre todo en sus manifestaciones cristianas. Sus posiciones, en este caso, son innegociables. ¡Contradicción pura y dura!
Uno de los dogmas irrenunciables de cierta izquierda sigue –por extraño que parezca- siendo el mismo de siempre: apartar, acorralar, a las religiones en la esfera estrictamente privada. La religión no puede tener presencia alguna en el espacio público. Quieren imponer un imposible, que choca con la realidad misma. Quieren que las convicciones religiosas permanezcan encorsetadas en la propia conciencia privada de cada cual. Tal pretensión es en sí misma un imposible. Se tienen convicciones, del tipo que sean (religiosas, morales, políticas, etc.), para orientar la vida de los individuos en su familia, en su profesión, en su acción social y política. ¿Por qué, en una sociedad democrática, las ideas y convicciones de carácter moral y religioso sólo han de ser admisibles en la esfera privada de tal forma que no pueden tener despliegue alguno en la sociedad y en lo público?
Es obvio que ‘las religiones’ no se van a dejar encerrar en el interior de la conciencia de cada individuo ni convertirse en meros instrumentos de la acción política. Parece más progresista entender y propiciar en un marco democrático que las religiones, que contienen verdaderas visiones del mundo (las ‘comprensive doctrines’ de Rawls), explicaciones integrales de la realidad humana y social, concurren en libertad con otras posibles visiones de la misma realidad. ¿Cuál sería, en tal caso, el límite?
Como se ha subrayado con acierto (Theo W. A. de Wit), a las religiones les es exigible, en cuanto visiones del mundo, que no pretendan darle forma a la sociedad como conjunto. “Esta aceptación de la diferencia entre su derecho a la verdad y la realización práctica del mismo a través de la ley se llama en democracia tolerancia” (Ibidem). Me temo que, dado su ADN totalitario, estos grupos carecen de talante transigente y tolerante.
Una última reflexión. ¿Por qué, en el mundo de lo religioso católico, se mira hacia otro lado y se apoyan, a veces, movimientos anti sistema, manifiestamente intolerantes frente a lo religioso? ¿Por qué confundir la revolución de estos grupos con el Evangelio? Ahora tienen la respuesta. Una contradicción más, aunque, a veces, la personalicen, incluso, buenísimos miembros de la Jerarquía católica. Quizás una de las claves del resultado de las recientes elecciones en la CEE -no reconocida- se encuentre en posicionamientos de este tipo por parte de algún miembro significado de la Jerarquía católica.