“No voy a ser capaz. En primer lugar ahora mismo estoy más preocupado viviendo el momento presente en el que se nos solapan la ilusión por lograr el tercer trofeo en Nueva York y el temor de no lograrlo. No pienso en mí mismo ahora. Y, en segundo, y más importante, porque no procede”.
Yo no creo que mi última presencia en un torneo como entrenador de Rafael tenga la suficiente relevancia como para que les incordie a ustedes con unas líneas al respecto. He procurado ser siempre lo suficientemente objetivo conmigo mismo para saber perfectamente cuál es mi importancia en el mundo, ni que sea en el del tenis. Y ha sido, precisamente, esta misma objetividad junto con el sentido común —el mío, desde luego— los que me han conducido a ser un entrenador con fama de muy exigente y muy poco condescendiente con mi discípulo.
Yo me considero más formador que entrenador, desde luego, y soy más amante de la exigencia que del esfuerzo. El esfuerzo tiene poco recorrido si no va acompañado de la idea permanente de que hay que mejorar y evolucionar. Esta ha sido mi obsesión desde el día que empecé a trabajar con mi sobrino con vistas a lograr grandes objetivos y lo que me ha llevado a ser un personaje con casi nula tendencia al halago y dispuesto siempre a comentar lo que es menos agradable de oír.
Para mí hubiera sido más fácil actuar de forma más amable. Seguramente Rafael estaría más agradecido. Pero no es mi forma de entender la vida. Mis principios me han llevado a ser así con la persona en la que he depositado la mayor confianza. Con mi sobrino he sacrificado con convicción una benevolencia presente con vistas a un bien superior y a una querencia innegociable. De lo que sí soy capaz, como buen nostálgico que soy, es de hacer un ejercicio de memoria y recuperar tantas sensaciones vividas.
Puedo rememorar vívidamente la primera aparición de Rafael en Wimbledon, el primer Grand Slam en el que participó, y recordar perfectamente lo novedoso que era todo para nosotros; puedo revivir, como si fuera hoy casi, grandes momentos y grandes decepciones propias del deporte; tantas preocupaciones, angustias, incertidumbres y miedos; como también tantas recompensas, muestras de cariño y oportunidades de vivir cosas excepcionales. Su primer Roland Garros a sus escasos 19 años, su primer Wimbledon contra Federer en el partido considerado por algunos como el mejor partido de tenis de la historia, su primer torneo en Montecarlo, Australia o Nueva York. Poder vivir desde dentro ese mundo que tantas veces había admirado desde el sofá de mi casa, desde que con 14 años descubrí un mundo que me fascinaba y que se convirtió en mi obsesión.
Y, sobre todo, soy capaz de expresar abiertamente el agradecimiento a la vida que siento hoy y que no he dejado de sentir en todos estos años, a todas las personas que han ayudado a que mi sobrino sea el tenista que es actualmente, desde sus más lejanos inicios hasta el día de hoy. La mayoría de ellos son anónimos pero, no por esto, menos importantes para nosotros.
He vivido algo inimaginable cuando empecé a entrenar en Manacor. La vida me ha tratado mucho mejor de lo que jamás pensé y, desde luego, mucho mejor de lo que me merezco. He tenido la suerte de contar con un jugador que ha hecho de mí un buen entrenador —al menos a ojos de la gente—, y un pupilo que ha sido infinitamente mejor que el maestro.
El día que sea él quien se retire, entonces sí que podrá proceder hacer una valoración pública. Pero hasta que ese día llegue, le vaticino aún grandes éxitos. Yo los celebraré desde Manacor, vinculado siempre al tenis y trabajando codo con codo con tantos compañeros más o menos anónimos con los que sigo compartiendo el mismo amor por este deporte”.