El IPC, el Índice de Precios al Consumo, se calcula a través de la evolución que sufren los precios a través de determinados períodos temporales. Normalmente, un mes o un año. Sin embargo, este cálculo se hace con múltiples productos, por lo que los alimentos no son determinantes para su resultado final.
La inflación del pasado mes de noviembre, según el Instituto Nacional de Estadística, nos señala que -de media- todos los productos que consumimos están ahora un 6,8 por ciento más caros que hace un año. Sin embargo, esta cifra es engañosa y totalmente ajena a la realidad que sufren día a día las familias al afrontar el pago de la cesta de la compra.
¿Cómo es posible que el IPC se modere hasta un 6,8 por ciento interanual cuando la carne y el pescado han subido, en el mismo período, un 13 por ciento, las frutas un 15, los huevos un 18, el aceite y el azúcar un 25 por ciento y, ya para rematar la discrepancia, la leche está ahora un 30 por ciento más cara que hace un año?
Pues es posible ya que el IPC -el cálculo de la inflación- incluye 479 productos de todos los sectores, desde los alimentos a los combustibles, el transporte, la vivienda, el vestido y el calzado, los pasajes de barcos y aviones, la enseñanza e, incluso, el menaje del hogar y el tabaco.
Esta es la causa de que ahora mismo la inflación vaya bajando y los precios de los alimentos vayan subiendo. Y es que en el cálculo del IPC también tienen una fuerte presencia las gasolinas, la electricidad y el gas, tres productos energéticos que están dopados en sus precios por subvenciones directas del Gobierno, reducción de su fiscalidad específica, de su IVA y, también, a través de ayudas directas a los sectores del transporte.
Por tanto, el IPC es, hoy por hoy, una referencia relativamente falsa ya que incluye productos con precios no reales, subvencionados a la baja artificialmente, y muy alejados de lo que marcan los tíquets de las cajas de los supermercados.
Eso es lo que piensa, al menos, la inmensa mayoría de la población.
