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Adioses que duelen

Todas las despedidas son duras. No hay un adiós que no nos produzca un pellizco en el corazón y un apretón en las entrañas. Decir adiós duele incluso cuando la partida es consentida. Decir adiós deja un resquemor en nuestras vísceras que no podemos controlar.

El adiós duele mucho más cuando es para siempre, cuando sabes que no hay marcha atrás, que el tiempo no se va a detener unos instantes antes de la partida y se quedará ahí para siempre. Las partidas, incluso las sabidas y esperadas, te sacuden con fuerza todo tu cuerpo y te muestran crudamente la sensación agria del no retorno. El adiós, incluso aquel que sabías desde el principio que un día llegaría, es como un puñal clavado por la espalda cuya herida vierte a borbotones grandes chorros de sangre.

Llegaste a nuestras vidas en el momento preciso y cuando más lo necesitábamos, llenaste un gran vacío que, desde hacía mucho tiempo, ocupaba nuestras vidas y esperábamos con gran ansiedad y esperanza poder llenar un día y, fue entonces, cuando como enviado por el mesías, apareciste tu.

Casi habíamos perdido las esperanzas, aunque manteníamos la fe de que un día llegarías, y así fue.

Volver a casa sabiendo que estarías allí se convirtió en una tranquilidad para todos, sabíamos que tu estarías allí, como siempre, para salvarnos de la desesperanza que constituye no saber que hacer, que siempre, absolutamente siempre nos salvarías.

Fuiste la alegría y gozo de todos aquellos que nos visitaban, pocos por la pandemia, pero los que vinieron disfrutaron de ti, tanto o más que nosotros mismos. Fuiste objeto de alabanzas de familiares y amigos que tuvieron la dicha de compartirte y, hoy, al igual que nosotros, te lloran y sufren tu perdida.

Tu perfume inconfundible impregnaba nuestra casa y entrar a la cocina y verte allí, sonriente, dispuesto como siempre, hacia que nadie quisiera alejarte de ti.

Fuiste la alegría de esta casa. Nos saciaste generosamente. Tu sabor y olor hacia que la familia se uniera a tu alrededor y en esos momentos mágicos, con una copa de vino y tu compañía fuimos los mas felices a pesar de las circunstancias.

Sabemos que, cuando todo esto pase y volvamos a la normalidad, vendrán otros, incluso nos dirán que mucho mejores que tú, de más calidad, de jabugo, de bellota o que se yo, pero ninguno, absolutamente ninguno será como tú. Porque tú, mi querido jamón de oferta, fuiste bueno, sabroso, con ese puntito de grasa que te inunda el paladar sin hacerse pesado. Fuiste bueno en lonchas, en tacos, con pan aceite y tomate, frito con huevos o habas, fuiste, mi querido jamón, lo mejor de la pandemia y jamás te vamos a olvidar.

Hoy, nos vas a dar lo último de ti y, camino de la charcutería para que mi amigo Jose corte tu hueso en pequeños trocitos, se que cada vez que haga caldo de pollo, puchero o potaje y ponga un pequeño trozo de ti, nos volverás ha hacer feliz a todos. Te digo adiós, mi querido jamón, con todo el dolor de mi alma y con la seguridad de que cada vez que entre en la cocina y no te vea en la mesa, en tu jamonero, pensaré en ti y un suspiro de tristeza saldrá de lo mas profundo de mi alma.

Adiós jamón, adiós.

Actualizado: 14 de marzo de 2022

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