Pero no quiero que queden en el tintero las primeras reflexiones.
Entrando en materia, todo Madrid y media España están discutiendo si es antes el huevo o la gallina o, con otras palabras, la disolución o la moción, pero no quieren darse cuenta de que el peligro para la democracia siempre vuelve a La Zarzuela cuando los españolismos que se baten el cobre fracasan o comienzan a matarse entre ellos. Y cuando nadie vigilaba el Reino desde ese palacio, a solo 18 kilómetros se mantenía encendida, día y noche, la “lucecita de El Pardo”.
¿Decidieron, quienes se disfrazaron de demócratas en 1977, mantener al nuevo jefe del Estado tan cerca del fantasma del anterior porque sabían que algún bocazas con máster de papel higiénico tendría la tentación de decir algún día que “Felipe VI fue elegido por todos los españoles en diciembre de 1978, y no Iglesias ni Garzón”?
Inolvidable este Pablo Casado a quien Isabel Díaz Ayuso reduce a escombros cada vez que le conviene.
Puestos a especular a partir de cotilleos en torno a quien dijo qué a quién y cuándo sobre algo que terminarán decidiendo los jueces, yo prefiero recordar otros momentos de crisis que demuestran que el peligro nace de la mezcla de miedos y odios contra el pueblo respondón que se adueñan de cualquier borbón que se precie. Se trata de esas ocasiones en las que el rey ha tenido que contemplar desde su palacio el fracaso de los políticos de su misma cuerda, aquellos que están dispuestos a defender la unidad de su Reino al precio que sea, sea cual sea y sin complejos.
Recientemente hemos recordado el 23 de febrero de 1981, una fecha sobre la que las opiniones de usted, las mías, las de Pedro Sánchez y las del Papa de Roma valdrán exactamente lo mismo mientras el gobierno no abra la caja de los secretos de Estado. Todo el mundo sabe que allí se guardan las pruebas de lo muy implicado que estuvo el PSOE en las intrigas del hoy emérito y huido para acabar con un Suárez que, tras ganar dos urnas consecutivas, se creyó que había conseguido el derecho a sostenerle la mirada.
El padre del rey de ahora se dio cuenta de que el abulense conocía sus puntos débiles y optó por un golpe blando que se convirtió en asalto al Congreso y tanques por Valencia para conseguir su objetivo: consolidar su monarquía.
El siguiente fracaso, y mundial, de los partidarios de la unidad del Reino fue protagonizado por Rajoy, con Sánchez dando tumbos, y también terminó costando el puesto al presidente, esta vez gallego.
Nueve minutos por TV un 3 de octubre le sirvieron a Felipe VI para desautorizar a Rajoy en toda regla y convertir a Sánchez en su marioneta.
El 2 de octubre anunciaba el del PSOE una moción contra la vicepresidenta Soraya por las patadas y los porrazos que las fuerzas represivas del Reino habían arreado a personas de todas las edades que solo pretendían votar en las urnas más valientes de la historia reciente.
Pero llegó el día 3 y, como jefe de la oposición con 89 escaños, “si he visto violencia del Estado no me acuerdo” porque debió sentirse muy importante cuando le hicieron llegar el texto que Felipe VI leería durante los nueve minutos a las nueve de ese día. Entonces Sánchez decidió ser mucho más ambicioso que valiente y ahora deja circular la especie de que intentó que el rey dijera también “consenso”, o algo parecido, pero que no le hicieron caso.
Mentira podrida del socialista, porque lo que todos recordamos, y esto es lo que vale, es que Sánchez salió la misma noche a defender el discurso del rey con más convicción que un tal “M. Rajoy”, de quien por fin sabemos su identidad gracias a las buenas artes de un abogado llamado Gonzalo Boye.
Tanto de las intrigas de Juan Carlos I contra Suárez, como de la declaración unilateral de su hijo contra millones de catalanes, el PSOE salió beneficiado.
No podría entenderse la crisis que ha estallado en los españolismos de izquierdas y de derechas sin aquel 3 de octubre de Felipe VI.
Felipe VI destrozó a Rajoy hasta el punto de que, tras el referéndum prohibido pero celebrado, ni se atrevió a convocar elecciones generales anticipadas para dar prioridad a la reconstrucción de la política a nivel estatal, también con unos catalanes que no habrían dejado de acudir a la renovación del Congreso, ni tampoco para disolvió para bloquear la posibilidad de que un gobierno apoyado por 159 escaños fuera derrotado por una moción de censura liderada por un grupo parlamentario con 89.
Aquel discurso de Felipe VI si ayudó, en cambio, a que Rajoy tomara dos decisiones que contribuyeron a su fracaso. Por una parte, la política de “tierra quemada” que implicaba el decreto para facilitar la huida de grandes empresas de Catalunya y que contó con la participación activa de Felipe VI. Por otra, el 155 y la convocatoria de elecciones autonómicas en diciembre de 2017, que se saldó con más escaños y más votos para los independentistas en el Parlament de Catalunya.
Alguien, y solo puede ser el gobierno de coalición progresista, debe vigilar a Felipe VI. Esta vez no se trata de acabar con un Suárez a quien, a fin de cuentas, él mismo rey había nombrado, ni de reanimar el “A por ellos” que acababa de ser derrotado en toda regla en una jornada gloriosa para la democracia de verdad, la que convoca a la voluntad popular como resultado de un compromiso electoral que debe cumplirse.
Felipe VI sabe, porque es de cajón, que la crisis del españolismo proporciona nuevas fuerzas a los independentistas, y eso no está dispuesto a consentirlo, sea cual sea el precio.
Si. El gobierno debería redoblar la vigilancia sobre los movimientos de Felipe VI, de muchos ex militares y de otros que siguen en activo y que a duras penas pueden disimular sus deseos de regreso al peor pasado.
Pero no es verdad que en España exista un gobierno que sea capaz de vigilar al rey, el mayor peligro para la democracia.
Me temo que solo podemos confiar en que el destino vuelva a confundir a los perdedores, y que el máximo perdedor sea el rey, porque saldría ganando la inmensa mayoría.