Aún no ha pasado tiempo bastante para olvidar ese nombramiento a dedo de Salvador Illa ejecutado por Sánchez y que en algo nos recuerda al de la fracasada Cayetana para liderar las candidaturas del PP en Catalunya en las dos elecciones generales de 2019. Aquello terminó fatal, pues hoy mismo la siempre altiva ex portavoz ha vuelto a “El Mundo” para clavar otra puntilla al medio cadáver político que ya es Pablo Casado. Leyéndola solo se puede pensar que quiere rematarlo, en dura competencia para ver quien lo consigue antes con el “Valiente Casado” que la semana pasada firmó Arcadi Espada en las mismas páginas.
Tanto en el caso de Cayetana como en el de Illa se trata de nombramientos decididos, respectivamente, por los líderes de la oposición y del gobierno del Reino de España que optaron, también para la contienda electoral en Catalunya, por aplicar recetas autoritarias contra los votantes rebeldes.
Ambos casos comparten la misma explicación: es la necesidad desesperada del Reino de España para aplicar todas las estrategias posibles y amontonadas contra los independentistas catalanes a la vista de que ni la violencia contra los votantes del 1 de octubre, ni el discurso de Felipe VI dos días después animando a la represión, ni el decreto para facilitar la huida de empresas catalanas, ni las condenas a un siglo de cárcel en 2019, ni las casi tres mil personas imputadas, por poner solo algunos ejemplos, han sido suficientes para que la mitad más equis de los catalanes retrocedieran un solo milímetro en su lucha por la autodeterminación, espoleados por siglos de derrotas que se atreven a celebrar, a las que se añadió la de 2010 sufrida con el nuevo Estatut, pero también entusiasmados por los éxitos conseguidos gracias a su manera de ser y en la defensa de su cultura y conscientes de que, si siguen funcionando las urnas de manera mínimamente democrática y Europa no se hunde por el camino, seguirán siendo más y más cada día hasta romper con el Reino de España.
De prepotencia y autoritarismo, y ninguna otra cosa, podemos calificar también un hecho nada fortuito que se produjo cuando quedaba menos de una semana para las votaciones y con el que Illa consiguió que todo el mundo hablara de él, y de manera errónea en la mayoría de los casos.
Y ya se sabe lo que ocurre muchas veces en las campañas electorales: que hablen de un candidato, aunque sea mal, y sobre todo si yerran con el argumento, es algo que se traduce en miles de votos, sean cuales sean los odios y los amores que puedan mover las manos hacia las urnas de unos electores confundidos por las apariencias.
No, Illa no se negó al test Covid antes de comenzar el debate en TV3 ni por temor a que le pillaran por haberse vacunado saltándose la cola como tantos tramposos, ni porque estuviera contagiado, ni tampoco por una suerte de negacionismo privado que llevara meses practicando en la clandestinidad.
No, Salvador Illa se negó a la prueba por pura y calculada, o quizás espontánea, prepotencia. Pero prepotencia, a fin de cuentas. Porque despreciar las normas legales que no tengan su firma es marca de la casa para cualquier implicado con el Reino de España, y más si regresa a sus orígenes envenenado con el autoritarismo que siempre contagia La Moncloa. Y más aún, si cabe, si se trata de normas establecidas por los dueños de un campo muy contrario, aunque sea en el ejercicio de sus competencias y a favor de la convivencia que tanto reclaman.
Y sí, los catalanes que gestionan TV3 fueron débiles y cayeron derrotados, otra vez, por no aceptar el órdago y obligar a Salvador Illa a abandonar el debate si no se hacía un test que aceptó hasta el de Vox, pues incluso el neofascista se sintió igual a los demás y demostró más respeto por una norma que, fuera o no de obligado cumplimiento según la Biblia, es indiscutible que su aplicación proporcionaba más seguridad a todos los asistentes que no aplicarla.
Y si, Illa salió triunfador de un rifirrafe que conquistó las portadas en un momento decisivo y que a muchos votantes del bloque españolista les permitió comprobar que, contra los independentistas, el PSOE puede ser incluso más autoritario que los neofascistas de Vox, al menos en este momento histórico.
Y, por si faltaba algo para confirmar esta tesis sobre la victoria compartida entre Vox y el PSOE, para estos mínima y pírrica por mucho que presuman, no podemos olvidar dos detalles que también han dejado su marca en la campaña al pasar por las cabezas de millones de votantes.
Por una parte, Sánchez calificando a Abascal como un hombre con más sentido de Estado que Casado once días antes de las elecciones catalanas a cuenta de una votación en el Congreso, que ya tenía ganada, sobre el destino de los fondos europeos. Difícil será de superar por cualquier presidente de un Gobierno democrático una forma tan oportunista y descarada de ayudar a la ultraderecha, perjudicando a la derecha que debe guardar las apariencias.
Por otra, Ortega Smith, segundo de Abascal, anunciando su voto a favor de Illa en caso de que éste pudiera formar gobierno contra el independentismo. Ocurrió poco antes de la chulería del socialista negándose a un test que, con tal de salvar vidas, lleva intentando tratar por igual a todo el mundo desde que comenzó la pandemia.
No es necesario haber pasado por las garras de policías como Yagüe o González Pacheco, que defendían la legislación vigente porque, al igual que ahora, “no podía ser de otra manera”, para saber que el policía “bueno” y el policía malo son un binomio necesario allí donde el poder, sea de la clase que sea, tiene que descargar sus cuentos y sus miedos contra los perseguidos, y más si estos son multitud y afirman que “volverán a hacerlo” porque la república a la que tienen derecho no cabe en la monarquía que padecen.