"Prometo por mi conciencia y honor cumplir fielmente mis obligaciones con lealtad al Rey". Esas fueron las palabras de Pablo Iglesias al prometer su cargo como Vicepresidente del Gobierno de España.
Promesa, honor, fidelidad y lealtad.
Cuatro palabras que pierden su verdadero significado cuando, bien apoltronado en el asiento de atrás de un coche oficial o gozando del cargo en un despacho enmoquetado, ves pasar la vida cómodamente instalado en el punto exacto desde donde antes lo hacían tus eternos enemigos.
Tal y como lo define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española, la traición es, literalmente, "romper la lealtad". La lealtad al Rey y delante del Rey en el momento de la promesa del cargo de Vicepresidente del Gobierno de España.
Como marca la jurisprudencia, el valor de la palabra no es jurídicamente irrelevante. Incumplir los juramentos, y también las promesas, no es un acto banal. Tiene consecuencias. O, al menos, debería de tenerlas en un Estado de Derecho.
La realidad española, por desgracia, se empeña en demostrarnos día a día que aquello que obliga al más común de los ciudadanos (la promesa, el compromiso personal, la voluntad inequívoca y voluntaria de asumir una responsabilidad) es, literalmente, papel mojado en boca de alguno de nuestros gobernantes.