También fue entonces cuando se dio cuenta de que su confesión espontánea le obligaría a transitar desde la incómoda condición de testigo, cosa que había conseguido gracias a un contacto fiel que aún le quedaba en el Tribunal Supremo, a la de habitante del banquillo de los acusados. Mientras temblaba por dentro, de lapsus en lapsus, aunque sin perder la compostura salvo aquel tic parpadeante de toda la vida, tan delator, solo esperaba el momento en el que el juez del mazo certificara su nuevo estado ante la justicia.
Todo eso pasó por su cabeza antes de atreverse a abrir el otro párpado en busca de la hora que marcaba el reloj. Como en los dos desvelos anteriores, seguía siendo noche cerrada y lo único que podía escuchar era la puerta del dormitorio chocando suavemente contra el marco cada quince segundos, movida por una corriente mínima entre dos ventanas distantes que había dejado abiertas para refrescar el ambiente. Pero ni circulaba con la fuerza necesaria para cerrarla de una vez, ni tampoco conseguía que, al rebotar, se abriera lo bastante para que el aire pudiera pasar con total libertad.
Más tranquilo ahora, pero no sin antes comprobar que no estaba esposado, pensó que si la libertad del aire fuera total el seguiría durmiendo, pero entonces el juez, aprovechando su pereza, ya lo habría condenado y su cama sería un catre carcelario. Pasados cinco minutos de un sudor que, aunque frío, se iba secando, el ritmo sostenido de la puerta consiguió devolverlo a los brazos de Morfeo.
El cuarto intento de ausencia con intención de olvidar lo consumió soñando con el culpable de este nuevo juicio, un tal Martínez que, años antes, había depositado ante notario numerosos mensajes y grabaciones de cuando era Secretario de Estado de Seguridad. Aquello apareció en la prensa en medio de la segunda ola de la pandemia y comenzó entonces un goteo discreto pero creciente de altos cargos del partido en ayuntamientos, autonomías y ministerios, incluyendo también algún eurodiputado que, presionados por unos familiares que enarbolaban los clásicos gritos de guerra de "te vas a quedar sin trabajo", "nos vas a llevar a la ruina" o "vas a terminar en la cárcel", terminaron haciendo lo mismo que el ex de Interior. Como, además, muchos de ellos filtraban su decisión a los medios, los juzgados comenzaron a enviar al Consejo General del Notariado unas listas que terminaron incluyendo a miles de sospechosos que habían sido delatados por cientos de cómplices, y estos a su vez por decenas. Lo que pedían aquellos jueces era que se identificara a todos los que, figurando en las listas, hubieran depositado algún documento en las notarías de España durante los cinco años anteriores, o que los fueran depositando en el futuro.
Al principio, el Ministerio de Justicia se resistió a colaborar, pero, cuando no pudo seguir echando balones fuera, proporcionó a los juzgados un software de rastreo en Internet para localizar todos los movimientos realizados por los incluidos en las listas judiciales. En abril de 2021 los abogados del partido pusieron el grito en el cielo acusando al Gobierno de estar organizando una causa general, pero era tal el cúmulo de pruebas y tan extensa su geografía que Dios ordenó a San Pedro que cerrara la puerta a todos los que no presentaran un certificado de buen comportamiento firmado por un juez terrenal, por mucha cara de beatos que pusieran al llamar.
También intentaron, los del partido, cambiar de nombre por segunda vez, un invento que ya habían aplicado en 1989, pero de nada les sirvió contra una justicia que ahora hablaba en otro idioma. Además, nunca volvieron a ser los mismos, ni parecidos.
"Señor juez, no nos quedó más remedio que cometer delitos porque Catalunya se hubiera independizado de España", escuchó de sí mismo el nuevo lapsus, un nuevo arañazo donde más le dolía cuando, también tras otro ruido, la pesadilla volvió a despertarle. Aunque todo seguía pintado de negro, esta vez pudo notar que la temperatura había bajado y que las brisas nuevas le acariciaban de otra manera, como con más fuerza.
"Ahora que lo pienso, si pudiera cerrar la puerta no tendría nada que temer. El juez no podría mover ni un solo papel y los plazos terminarían venciendo. Y yo podría seguir durmiendo tranquilo. Es como si pasara el aire sin que la puerta se moviera, pero esta vez nada podría ocurrir. Todo estaría quieto. Si lo sabré yo de aquellos tiempos, tan felizmente cerrados que no se oía ningún ruido y en los que había tanta paz y durante los que se juzgaba o se archivaba sin que nadie pudiera meter el dedo en la llaga. ¡¡Santiago y cierra la puerta, digo España!!".
Quiso creer que nadie le había oído, pues, cuando se ponía a pensar no le gustaba que otros se dieran cuenta de que estaba despierto.
Entonces sonó un portazo lento. Su deseo lo tradujo por el ruido de un archivador antiguo cerrando una causa judicial. También notó como si se hubiera muerto la brisa.
"Por fin dormiré tranquilo", pensó.
Cuando estaba a punto de conseguirlo sintió que, lentos y desde lejos, se acercaban cabalgando dos viejos conocidos. Por si acaso, decidió cerrar los ojos para que no lo vieran y congeló la sonrisa que se tenía reservada para sus tinieblas más íntimas.
Pero, con tal de no mover ni un dedo para que no lo descubrieran tuvo que dejar sus oídos en libertad y, al pasar ambos junto a su cama, pudo escuchar que Sancho le estaba preguntando a Don Quijote cuando fue la última vez que había visto España tan abierta como para tener que cerrarla.