Según mi yo de hace diez años, la vida se dividía claramente en momentos “buenos” y en momentos "malos”, momentos todos ellos que siempre iban a existir en la vida de cualquier persona, ya que lo bueno y lo malo se complementan entre sí. Es decir, según mi extraña teoría, la vida de cualquier ser humano siempre debía de poseer momentos buenos y malos, ya que era imposible vivir toda una vida en la que todo fuera perfecto o un verdadero desastre. Para ello, recuerdo que ejemplificaba mi absurda teoría de “los contrastes” al hablar de un día concreto de clase en el instituto. Durante ese día, las tres primeras horas de clase habían sido lo más aburrido del mundo (al menos para mí). Por el contrario, las tres horas siguientes fueron clases muy interesantes y divertidas, lo que de algún modo me hacía pensar que algo o alguien había decidido recompensar mi paciencia ante aquellas primeras horas de clase tan soporíferas, con otra ración de clases más dinámicas y atractivas.
Aunque sigo pensando, como cualquier otro ser humano con una pizca de raciocinio, que la vida se divide en momentos buenos y malos, hace muchísimo tiempo que he dejado de buscar explicaciones absurdas a todos los hechos que nos suceden en nuestro día. El azar, la casualidad, son los grandes motores que configuran cualquier vida. Aunque esto es ya otro asunto. Para profundizar en este tema tan interesante, es mucho mejor ver A dos metros bajo tierra o algunas películas de Woody Allen, que dejarme a mí elucubrar sobre algo tan abstracto y complejo como el sentido de la vida.
De este modo, debo reconocer que el verdadero motivo por el cual he recordado aquel curioso concepto de la “cuestión de contrastes”, tiene mucho que ver con algunas cosas que he visto y oído durante las últimas semanas en la televisión. Asuntos que me han provocado vergüenza y orgullo, tristeza y alegría. Los sucesos que más emociones negativas me han despertado últimamente han sido las manifestaciones de determinados individuos de extrema derecha contra el Gobierno, quienes han protestado contra la gestión que actualmente está haciendo el Ejecutivo español de la crisis del coronavirus. Unas protestas que tienen su verdadera razón de ser en la incapacidad de una buena parte de la derecha de nuestro país para aceptar que un Gobierno de izquierdas esté en el poder, y que han encontrado en esta crisis sanitaria la excusa perfecta para derrocar a un Gobierno legítimo, que con sus aciertos y sus errores, poco a poco va sacando adelante algo tan complicado e incierto como la gestión de una pandemia mundial.
Por suerte, gran parte del dolor que me ha provocado ver a mi país tan desunido durante estas semanas, se ha visto inmensamente reducido por la emisión de la cuarta temporada de El Ministerio del Tiempo, posiblemente la mejor serie española que he visto nunca, y una de las diez o quince mejores series que he presenciado en toda mi vida. Ver esta serie de nuevo durante las últimas semanas ha sido como una forma de reconciliarme con mi país, y así apreciar todo lo bueno que también tenemos, que no es poco (como diría el gran José Luís Cuerda, que en paz descanse).