Casi todas están medio vacías, algunas pintan retorcidas y otras se llamarían “Detrás de la pared” o “La cuestecita”, nombres elegidos para no ofender a nadie ni premiar por error a quienes hayan pecado, es decir, los mismos. Son títulos urbanos que están escritos por las esquinas en la lengua de la madre que los parió, que es en la que mejor suenan.
A mis pies, la hierba se ha hecho dueña de todo aprovechando la soledad pasajera, tal como las cabras de monte que me están mirando tras los matorrales o las aves que gobiernan los árboles.
Los aguaceros, que esta vez han caído bellos sin que nadie intentara meterlos en vereda, han dejado al descubierto y limpias las mismas piedras que antes negociaban su trozo de suelo vestidas con polvo civilizado.
Todo está más vivo, pero podría morir de nuevo.
Me está ensuciando el azul un ruido volador que ha venido para contarnos lo mismo que el telediario. Persigue excursionistas medio libres, pero mal amordazados, que podrían ir por ahí saludando sin miedo porque quieren saber si sus semejantes siguen siendo los mismos que conocieron.
Quiero taparme los oídos, pero no puedo. Las nuevas normas lo siguen prohibiendo.