Majestad, lo primero de todo al remitirle la presente es mantener en uso todos los títulos, tratamientos y honores que le corresponden protocolariamente por la magistratura que en estos momentos aún detenta. Si, en algún párrafo posterior, nos vemos impelidos a expresarle nuestro disgusto y desagrado por determinadas prácticas que ha estado usted protagonizando, se lo haremos saber respetando siempre la legitimidad constitucional –que no ética y moral– que sigue mereciéndonos.
Su trayectoria al frente de la Jefatura del Estado español ha estado trufada de momentos generalmente reconocidos como muy positivos y enriquecedores. Unos hechos estos que podemos focalizar en la Transición desde el Franquismo a la Constitución de 1978. En esta travesía plena de incógnitas y ciénagas políticas tóxicas –recordemos los años de plomo del terrorismo–, un grupo de personas de todos los ámbitos y estamentos cívicos y sociales, entre las que se encontraba usted, supieron renunciar a sus apriorismos y confluir en lo que les unía. En lo poco pero muy valioso que les unía.
Seguramente estos antecedentes nos han hecho tragar a todos los españoles y durante muchos años con enormes ruedas de molino posteriores que en cualquier otra circunstancia ya habrían acabado con usted y la institución que representa en los anaqueles de los libros de la historia pasada.
Su vida personal ha estado plena de capítulos de total hipocresía con los valores que teóricamente pretendía representar y a través de los cuales quería autoejemplarizarse ante sus conciudadanos, que no súbditos. Para muestra, dos botones. Qué difícil es creerse a alguien que se santigua compungido y cabizbajo frente a las más altas jerarquías de la Iglesia Católica y, momentos después, desnudo de sus armiños y coronas, incumple de forma reiterada las más elementales normas morales cristianas de respeto a su presuntamente sagrado sacramento del matrimonio. Y, aún peor, que patética fue durante años, y todavía hoy, la visión de un monarca proclamando espurios mensajes navideños desde los enmoquetados salones regios de palacio a millones de patéticos españoles que boqueaban ahogados por la crisis económica. Mensajes que se complementaban con paseos a bordo del yate ‘Fortuna’, viajes a todo tren a las carreras más lujosas de la Fórmula 1, presencia en fiestas de alto copete ataviado de los mejores trajes cortados y zurcidos por los más caros sastres del país y, para no alargarnos, cobrando comisiones multimillonarias por hacer de intermediario entre las empresas multinacionales españolas del Ibex35 y las dictaduras más sangrientas y despiadadas del Medio Oriente árabe.
Y ahí es donde llegamos a la gota que ha colmado el vaso de la paciencia de los españoles. O, al menos, de una mayoritariamente destacada parte de los mismos.
La fiscalía de Suiza, nada sospechosa de ser ni un ápice revolucionaria ni antimonárquica, está investigando la procedencia de 65 millones de euros que –¡oh, sorpresa!– han aparecido ingresados en la cuenta particular de la señora Corinna Larsen, más conocida por los apellidos de su anterior esposo, el señor Zu Sayn-Wittgenstein. Y se están investigando ya que estos 65 millones de euros no han pagado los impuestos pertinentes al proceder de un paraíso fiscal y podrían camuflar un origen tóxico, ya sea el tráfico de armas, de drogas, de personas, cohechos, corrupción política o cualquier otra práctica ilegítima y contraria a las leyes vigentes en el país helvético.
Si el origen de este dinero es legal, aquí finaliza la investigación, se cierra el caso, acaba el problema, se archivan los documentos, requerimientos, declaraciones y peritajes y, consecuentemente, se decreta el punto final de todo ello. Pero, en la vida siempre hay un pero, la señora Corinna ha defendido este ingreso económico estroboscópico en su cuenta corriente en que es el fruto de “un regalo personal a mí misma y a mi hijo por parte del Rey Juan Carlos”.
Esto debe aclararse, majestad. Los españoles no nos merecemos ser testigos mudos de un asunto en el cual una persona, que ha sido la amante extramatrimonial de usted y ha tenido acceso a secretos de Estado en condición de ello, se escude en estas circunstancias privadas para justificar este ingreso multimillonario.
Señor don Juan Carlos de Borbón y Borbón:
La legitimidad de la monarquía se fundamenta en su ejemplaridad. Ya que a usted la ciudadanía española no le vota cada cierto tiempo para refrendarle al frente de la Jefatura del Estado, al menos debe comportarse como una persona intachable en sus actos, declaraciones, relaciones y actitudes. Y como, una vez más, un rey Borbón español nos ha borboneado a todos los españoles, al menos sea consecuente con la institución a la que representa –la monarquía– y, haciendo gala de los principios éticos que exigimos a todos los demás servidores públicos de este país, dé la cara y explíquese.
El jefe del Estado no debe ni puede estar por encima de un simple concejal, alcalde, conseller, presidente autonómico, ministro o presidente del Gobierno. Si a todos ellos –repetimos: servidores públicos– les exigimos y reclamamos transparencia y cumplimiento taxativo de todas las leyes del país, también se lo reclamamos a usted, aunque sea Rey Emérito y la Constitución en su artículo 56.3 consagre la inviolabilidad de sus actos.
Y si usted no se aviene, esta reclamación de luz y taquígrafos deben asumirla de ‘motu proprio’ los poderes públicos del Estado. España, nosotros, toda la sociedad no podemos quedarnos de brazos cruzados ante estas pútridas incógnitas. Hay que poner el foco sobre esta oscuridad hedionda que atufa.
Queremos saber qué ha hecho usted, seños Juan Carlos de Borbón, con el dinero de todos los españoles.
Queremos saberlo y tenemos todo el derecho del mundo a saberlo.