Va quedando claro que Venecia es el paradigma definitivo de la gentrificación. Sus vecinos huyen por culpa de un turismo masivo que ha ido transformando la fisonomía de la ciudad, cuando no arrasando con todo. Esto no ocurría en los años en que Peggy Guggenheim se instaló en el Palazzo Venier dei Leoni, a orillas del Gran Canal. A mediados del siglo XX la capital del Véneto era un destino casi exclusivo para viajeros pudientes y/o dotados de una especial sensibilidad estética. Esta última característica era también aplicable a una mayoría de sus residentes. Porque ahí donde la ven, deslumbrante con sus puentes románticos y un Tintoretto en cualquier iglesia de barrio, Venecia es una de las ciudades más incómodas del mundo para vivir.
Me refiero a transitarla cada día, hacer la compra, ir al médico o subir a casa una bombona de butano. Todo eso que uno no suele hacer cuando va de vacaciones a una ciudad esplendorosa como Venecia. Si a esa configuración urbanística, única pero complicada en lo cotidiano, le añadimos una humedad brutal, tanto en el frío invierno como en el tórrido verano, una ciudad cuya inmensa mayoría de viviendas tiene más de cien años presenta serios inconvenientes para habitarla doce meses al año. Eso sí, el propietario se puede forrar alquilando su inmueble por días, y habitar una casa mucho más cómoda a veinte minutos de la isla de los canales. Junto a la invasión turística, quizá sea conveniente introducir esta variable a la hora de analizar la diáspora veneciana.
Una mínima cultura y un cierto gusto estético han dejado paso a otra cosa más de andar por casa
La democracia del bus turístico, los vuelos low cost, los megacruceros y Air Bnb han acercado destinos -que hasta hace poco eran exclusivos- a los hijos de los empleados domésticos de Peggy Guggenheim. Se mire por donde se mire esto es positivo, aunque haya que escuchar a una señora explicándole a su hija ante una obra de Kandinsky que este hombre, además de pintor, era bailarín en el Bolshoi. Una mínima cultura y un cierto gusto estético han dejado paso a otra cosa más de andar por casa. El otro día en Florencia, si giraba mi cabeza a la derecha en la Galería de los Lanzi veía las nalgas poderosas y perfectas del Perseo de Cellini. Si la giraba a la izquierda me topaba con los sobacos de un hombre en camiseta de tirantes, con chancletas por las que asomaban una suerte de pezuñas de sátiro. No me quejo, solo constato. En la época de los Médici la gente lanzaba los orines por la ventana.
Me vengo a referir a que nunca llueve a gusto de todos. Hace unas horas un taxista me explicaba en Cuzco que su ciudad es una de las más seguras del mundo, “porque aquí casi todos vivimos del turismo”. Me lo contaba con una especie de orgullo frente al caos que reina en Lima, la capital. Cuzco está bien cuidada, es Patrimonio de la Humanidad desde 1983, y por supuesto tiene normas y horarios, que se cumplen con bastante seriedad. Lo que uno no atisba son las ganas de los lugareños de que te largues cuanto antes. Más bien al contrario: “Quédese más, con tres días no tendrá suficiente”. Y sonríe el conductor a través del retrovisor.
La excusa del derecho al descanso de los vecinos, que por supuesto se debe proteger, desprende un tufillo contra el turismo demasiado evidente
Es cierto que mayoritariamente los visitantes de Cuzco no nos sometemos a sus 3400 metros de altitud buscando discotecas ni botellones masivos en la vía pública. Venimos a admirar el legado cultural y monumental de la fascinante civilización inca. A Mallorca los turistas viajan por motivos mucho más diversos, entre ellos el ocio nocturno y el alcohol barato, pero una norma que obliga a tener recogidas las terrazas de los restaurantes a las 11 de la noche en el verano mediterráneo transmite un mensaje cristalino a los comensales: si os gusta cenar a la fresca id a Marbella, a San Xenxo o a Cadaqués, incluso a Benidorm, pero no vengáis a Palma, salvo que os sentéis a la mesa antes de las 9 de la noche. Eso, con los horarios del estío español, suena a broma pesada.
En esta caso la excusa del derecho al descanso de los vecinos, que por supuesto se debe proteger, desprende un tufillo contra el turismo demasiado evidente. Por si quedaba alguna duda ha salido un representante vecinal a explicar, no que las terrazas de locales bien tranquilos impiden el sueño estival cerrando a las 12 de la noche, sino que hay demasiados restaurantes. Y ahí se le ha entendido todo. A su parecer deberían ocupar esos espacios otro tipo de establecimientos comerciales, pero con los alquileres tan altos no hay manera. Así que puteemos a los negocios que sí pueden pagar esos precios por metro cuadrado, para que se tengan que ir y vengan otros de su gusto. Como si los que alquilan esos locales fueran marcianos, o murcianos. Porque todos preferimos una galería de arte en nuestros bajos, o una tienda de comercio justo y silencioso. Así de sencillo, así de loco. Algunos piensan que una economía de servicios funciona con las reglas del Monopoly. Cuando vuelvan las vacas flacas -siempre vuelven- nos lamentaremos -una vez más- de ir tan sobrados por la vida.