En las elecciones autonómicas y locales del 26 de mayo hubo vencedores y vencidos. Algunos de los derrotados, excluidos del poder, no pudieron disimular su desastre. Pero otros, aunque igualmente fracasados, nos dijeron que habían ganado porque, al fin y al cabo, si siguen 'pisando moqueta', se consideran victoriosos. La amargura de la derrota habría sido insoportable si se hubieran perdido nóminas, pero la continuidad en el poder aplaca la tristeza. Sin embargo, como no hubo poder para todos, la decepción y el enfado han terminado por aflorar. La semana pasada, tras disimularlo mucho, estalló la guerra en Més. El incendio tenía menos posibilidades de prender en Unidas Podemos porque, aunque las cosas le han ido incluso peor, ahora habrá cargos y eso edulcora la amargura de la derrota.
El conflicto interno de los nacionalistas estaba larvado desde la noche electoral, porque estas tensiones no aparecen de la nada. A mí, sin embargo, por muy humano que me parezca todo esto, que lo es, me llama la atención la pobreza política que refleja, el personalismo ante el que decaen las grandes metas trascendentales. El pueblo, la democracia, el futuro pueden esperar, que aquí está en juego el orgullo y las nóminas individuales. Pasa con Més, pero podría haber ocurrido con cualquier otro partido porque cuando la democracia apenas es una pátina, la ambición por el poder siempre emerge.
La crisis de Més es simplemente la consecuencia de una forma perversa de hacer política
Enfadados, los dirigentes de Més buscan recuperar protagonismo, contar, ser alguien. Sin embargo, la solución no es quitar a unos para poner a otros sino tener un proyecto que ofrecer y que no se limite a la lengua. Un proyecto es una visión, es un futuro, es una interpretación del mundo. Que sea acertado o no es otra cosa; con que tengan un proyecto ya sería suficiente para empezar a hablar.
La crisis de Més es simplemente la consecuencia de una forma perversa de hacer política. ¿Cómo puede personalizarse una acusación contra dos o tres políticos cuando estos son simples proyecciones de los partidos a los que pertenecen? ¿Se puede acusar a los negociadores de la pérdida de peso resultado de cuatro años de mediocridad?
Todas estas situaciones mediocres, tienen como trasfondo la pobreza democrática en la que vivimos en Baleares y España
Todo este caos, todos estos enfrentamientos, todas estas situaciones mediocres, tienen como trasfondo la pobreza democrática en la que vivimos en Baleares y España. Para empezar, en las Islas ningún partido presenta un programa electoral viable. Més, el primero. Lo que se anunció antes de las elecciones de 2015 ha sido ignorado y olvidado por los dirigentes de este partido desde el primer momento, lo cual es un indicador del desprecio al votante, de irresponsabilidad en las propuestas, de ausencia de una visión de la sociedad que se quiere construir. Si no hay programa, si no hay ideas, si todo se limita a decir tonterías como que “vamos a cambiar el modelo” o que “hemos de ganar el futuro”; entonces el fracaso está escrito. Sin programa, sólo queda repartirse el poder en cuotas. Y eso es lo que pasa.
En nuestra autonomía aldeana, hubo un momento en que un partido se quedó con una conselleria y se diferenció del mayoritario porque cambió el logo y los colores corporativos de su área, como si eso fuera hacer política. La explicación que hizo en el debate de investidura el futuro vicepresidente Yllanes, limitada al programa que piensa llevar a la práctica en su parcelita, es una muestra del disparate. Yllanes, Unidas Podemos, debería tener una concepción global de lo que el Govern tiene que hacer este mandato, no limitarse contarnos las minucias de su área, como si lo hubiéramos votado para eso. Un amigo me contaba cómo a la inauguración de un evento en Palma, acudieron los responsables de los tres partidos que gobernaban una institución, cada uno con sus respectivos equipos de prensa. Se presentan en el local y cada uno, por su cuenta e ignorando a todos los demás, buscó un rincón desde el cual grabar un mensaje a la cámara del asesor, haciendo como si sólo ellos estuvieran en el acto, indiferentes a todo lo que ocurría a su alrededor. Cada una de estas intervenciones se colgaron en Twitter, buscando su audiencia, normalmente entre la media docena de fieles, habitualmente familiares y amigos, que siguen perrunamente al político. ¿De verdad, esto tiene sentido?
¿Seriamente alguien puede culpar a Vidal o a Santiago o a Ensenyat del papel marginal que ha tenido Més en la legislatura?
Palma, por ejemplo, ha vivido cuatro años sumida en el absurdo. Cuando el nacionalista Noguera llegó al poder se comportó como si no hubiera tenido nada que ver con los dos años de mandato de Hila, y viceversa. Era como si todo empezara de cero, como si los ciudadanos no supiéramos que Hila fue alcalde por Noguera y viceversa.
En ningún país serio se crean gobiernos de coalición con estas estructuras absurdas, que propician el ridículo. ¿Cómo puede aceptarse que un partido que ha obtenido el diez o el quince por ciento de los votos aplique el cien por ciento de sus políticas en un área determinada? De esos polvos, estos lodos. Nunca una concepción tan estúpida del poder puede acabar bien, nunca se puede esperar que el votante lo entienda. Armengol no ha sido una gran presidenta, pero en un escenario tan mediocre y ridículo era lo único que podía ser votado sin sentir bochorno.
Nuestros políticos, mermados de ideas, son más partidarios de repartirse el poder en cuotas temporales
¿Seriamente alguien puede culpar a Vidal o a Santiago o a Ensenyat del papel marginal que ha tenido Més en la legislatura? ¿De verdad se quiere sugerir que el papel de Busquets fue mejor? Cómo no entienden que el problema no está en los nombres sino en la falta de identidad, en no ser más que el complemento que necesitaba el PSOE para conseguir la mayoría. Un papel realmente activo de Més --o de Podemos, aún más desdibujado-- habría exigido una concepción ideológica general profunda y no limitada a unos pocos asuntos, una capacidad de liderazgo que no se adivinó nunca y un pragmatismo en la gestión del que no hay indicios.
Nuestros políticos, mermados de ideas, son más partidarios de repartirse el poder en cuotas temporales --algunos ayuntamientos han tenido hasta tres alcaldes en el mandato-- o espaciales --un área para uno, otra para otro-- que de plantear un modelo transaccional de programa para aplicar. Claro, ¡cómo se puede negociar lo que no se tiene!
Con estas formas democráticas, el votante no existe ni importa
No piensen que estas carencias son un problema exclusivo de la izquierda. No, el déficit democrático es un mal compartido universalmente, aunque ahora le toque a la izquierda retozar en tanta bobería. La derecha, cuando tuvo oportunidad, actuó exactamente igual, con cotos cerrados en los que el entonces partido bisagra hacía a su antojo, hasta que todo acabó en la cárcel.
Con estas formas democráticas, el votante no existe ni importa. Nadie se acuerda de él hasta la campaña electoral, cuando se descubre la desafección, el desinterés, la desconexión. Entonces internamente empiezan a preguntarse qué debería haberse hecho mejor. Quienes estuvieron cuatro años de espaldas al ciudadano se sorprenden de que no llegan al ignorado. Si, como consecuencia inevitable, los resultados son malos, entonces no se cuestionan la pésima forma de trabajar, el absurdo conceptual, sino que se aprovecha para quitar a unos y poner a otros, como si todo fuera una cuestión de simpatía o de tener mejores periodistas en los gabinetes de comunicación. La falta de democracia no se corrige con las relaciones públicas.