Los periodistas, con más o menos intensidad, nos quejamos de las empresas para las que trabajamos, porque tienen intereses, están atadas a los anunciantes, y de alguna manera eso siempre nos llega, nos condiciona, nos limita. Era uno de los vicios del modelo periodístico tradicional, hoy en decadencia. Internet, según nos vendieron, acaba con esta dependencia. Ahora los periodistas y los aspirantes a serlo podemos tener nuestros blogs, nuestras columnas online, o nuestros vídeos en 'Youtube', sin ese molesto empresario, sin anunciantes, sin intereses espurios. Ahora, por fin, somos verdaderamente libres. O eso nos pensábamos.
Hace unas semanas, escuchaba a un 'youtuber' senior, experimentado, curtido, contar su experiencia de los diez años que lleva operando en la red. No es un periodista, pero produce contenidos que, a su modo, podrían ser considerados periodísticos. Explicaba que en un primer momento que, como casi todos los 'youtubers', empezó haciendo lo que verdaderamente le gustaba. Pero evolucionó. O involucionó, según se mire. Durante los primeros años fue aprendiendo cómo reacciona el público a los contenidos que ofrecía; qué cosas gustan y son aceptadas, qué cosas son rechazadas, con qué se consiguen 'clicks', con qué 'likes', a qué responde esa masa no identificable que es el público. El 'youtuber' reconoce que, casi sin percibirlo, obsesionado por conseguir audiencia y, consiguientemente el premio de YouTube, fue cambiando, adaptándose a crear aquello que obtiene el premio del público, huyendo de lo que no funciona. Al cabo de varios años estaba haciendo un producto muy popular que prácticamente era lo opuesto de lo que inicialmente había pensado. Adaptándose a las exigencias de la audiencia, terminó siendo uno más, casi idéntico a los grandes 'youtubers' que, precisamente, son populares porque hacen lo que el público pide.
En días, su audiencia cayó espectacularmente; el público lo abandonó, demostrando que su popularidad personal era nula
Como este creador tiene un acusado sentido crítico, en un momento dado se preguntó si valía la pena hacer un producto audiovisual que no era el que tenía pensado, el que le provocaba satisfacción, el que le llevó a trabajar en la red. Su respuesta fue negativa: no vale la pena hacer lo que uno no quiere hacer. Por lo que puso un punto y aparte y, de la noche a la mañana, reorientó el enfoque de sus vídeos. En días, su audiencia cayó espectacularmente; el público lo abandonó, demostrando que su popularidad personal era nula y que quienes le escuchaban estaban interesados en satisfacer sus necesidades y no en explorar lo desconocido. Nuestro 'youtuber' se sintió realmente sorprendido porque la huida fue súbita, demostrando que la confianza del público en él era virtualmente nula.
La experiencia de este 'youtuber' no es un hecho aislado sino una ley de aplicación absolutamente implacable: en la red, el público impone su criterio, establece las normas, decide lo que triunfa y lo que fracasa; es todopoderoso. Los grandes 'youtubers', esos que todos conocemos, no son libres, sino esclavos. El margen de maniobra que la red les deja es prácticamente nulo: son esclavos del público, de la masa, de lo políticamente correcto, de lo aceptable socialmente, de lo que encaja en la sociedad. Y esto que funciona, que tiene audiencia, que es popular, se caracteriza porque carece de aristas, nunca incomoda, nunca es conflictivo, siempre cuenta cosas positivas, ideológicamente neutras, socialmente inocuas. Es el 'Hola' online, donde todo el mundo es bueno, donde todo es correcto, nada se cuestiona, todo funciona.
Sometidos a un nuevo jefe que es peor que el anterior porque no tiene nombres ni apellidos, no es sometible a un cuestionamiento, no responde a nuestras preguntas
La red nos tenía que liberar de la 'dictadura' de los editores, de los periódicos, de las radios, de las estaciones de televisión, de los intermediarios odiosos que arrimaban el ascua a su sardina. Por fin podíamos ser independientes, autónomos, capaces de decir lo que queremos y pensamos. Sin embargo, nada de ello ha sucedido. Hemos acabado sometidos a una nueva dictadura, sometidos a un nuevo jefe que es peor que el anterior porque no tiene nombres ni apellidos, no es sometible a un cuestionamiento, no responde a nuestras preguntas. Es un editor que no tiene ideología, ni criterio, ni principios: va a su aire, según sopla el viento social, depende de los 'trending topics', sigue sus emociones y sensaciones.
Los editores del mundo analógico, en cambio, podían tener ideología, principios, valores. Lideraban, marcaban el camino, buscaban adoctrinar, educar, enseñar. El receptor del mensaje podía aceptar o rechazar el material que recibía, pero había diversidad. La financiación del producto analógico no provenía exclusivamente del público sino también del anunciante, con lo que era posible encontrar quien pagara por un producto no excesivamente popular, más minoritario, diferente.
Nuestro gozo en un pozo: el que tenía que ser el cambio liberador ha terminado por atraparnos; lo que nos iba a convertir en personas plurales, abiertas, llenas de visiones diferentes, se ha convertido en lo opuesto, pobre, romo, sin profundidad. Lo que arrasa en la red es el mínimo común denominador del público, o sea la nada, lo insignificante, lo vacío. El mundo analógico está lleno de contradicciones pero el digital es todo él una contradicción; en el primero cabe la profundidad, en el segundo a duras penas encontramos algún indicio.