Francina Armengol ha ganado las elecciones autonómicas del domingo. Ha sido una victoria contundente y merecida, aunque esto último exige una matización. Armengol era la mejor candidata, pero no tanto por lo que hizo durante estos cuatro años pasados, que ha sido poco, sino porque no nos ha dejado ningún sinsabor. ¿Qué ha hecho bien? Yo apenas me acuerdo de la gratuidad de los aparcamientos del hospital de Son Espases, que es irrelevante en una región donde es imposible vivir de alquiler, carente de empleos dignos, con una enseñanza pública vergonzosa, inhabitable en los meses de verano, endeudada hasta las orejas y que se va empobreciendo a buen ritmo. Sin embargo, no recuerdo ningún desastre, lo cual es mucho más importante que lo anterior. Armengol ha ganado porque era, con diferencia, lo menos malo, lo más normalito, lo más presentable. Era la única candidata a cuyo alrededor había gente competente; la única que parecía haberse cerciorado de que en sus intervenciones públicas no había contradicciones flagrantes; la única que no te dejaba estupefacto con una sandez dicha a bocajarro; la única a quien no podías pillar sin argumentos, aunque estos fueran puros tópicos. No, no es mucho, pero un vaso de agua en el desierto es capaz de provocar el agradecimiento de por vida.
¿Quién en su juicio puede votar a un partido que un día se vistió de rebelde y que ahora se conformaría con unas pocas nóminas públicas?
¿No pretenderían ustedes que los votantes se inclinaran por Podemos, que nos ha dado dos presidentes del Parlament dignos de una ópera bufa y que nunca ha presentado una idea que no fuera una tontería vergonzante? ¿Quién en su juicio puede votar a un partido que un día se vistió de rebelde y que ahora se conformaría con unas pocas nóminas públicas?
¿No querrían ustedes que votáramos por Bel Busquets, de Més, incapaz de plantear una idea en público, inservible para hilvanar dos conceptos, autora de incontables despropósitos en su consellería que gracias a Armengol nunca han visto la luz y que no han causado un estropicio precisamente por la prudencia de la Presidenta? ¿Votar al partido cuyos dirigentes trataban a Cursach como se vio en la investigación judicial o que adjudicaban a su amigo Garau como lo hacían?
Del PP no queda ni sombra de lo que un día fue un partido aglutinador y que no sabemos si volveremos a ver.
¿O íbamos a votar a un Partido Popular del que es imposible saber dónde está, si a favor o en contra, si más a la izquierda o más a la derecha, si preocupado o no, si centrado o disparado? La postura sobre la ecotasa --o cómo la quieran llamar-- es un ejemplo: mientras Casado la cuestiona, en Baleares defendían que sí pero que no, que en verano, pero que no mucho. Del PP no queda ni sombra de lo que un día fue un partido aglutinador y que no sabemos si volveremos a ver. Su desorden es tal que probablemente aún no hayamos visto todo su poder autodestructor. Es lo que tiene reemplazar las ideas por los intereses.
¿O podríamos votar a Ciudadanos, obligado en contra de su voluntad a presentarse a las elecciones? El partido de Rivera en Baleares merece un capítulo aparte en la historia de la política porque es el único que no tiene dirigentes: en la noche electoral, alguno de los altos cargos ni apareció por la sede y aún se le busca. A los mandos de Ciudadanos, tan eficaces en echar a Pericay, Navarro o Ballester, les daba tanta pereza esto de la política que no hicieron nada, ni siquiera intervenir en los mítines y debates. Un periódico de Palma cuenta, sin que nadie lo haya desmentido, que el partido en las islas estaba controlado por un asesor del gobierno de Armengol. No sé si eso es verdad, pero es absolutamente verosímil pensar que quienes mandaban eran enemigos de Ciudadanos porque nunca jamás se había visto un caos organizativo tal. Ni el Partido Popular había llegado a tanto. Si Ciudadanos hubiera presentado una escoba como candidata, lo habría hecho mejor.
¿O se puede votar a Jorge Campos, con un estilo personal tan alejado de la sociedad real? Habrá notado Campos que Fulgencio Coll, un 'hombre de orden', con lo impopular que es esto hoy, se lo ha comido.
Para ganar unas elecciones ante una pléyade de inútiles como los que se presentaron a esta convocatoria electoral basta con ser el menos malo.
En ese desierto, lo mejor era Armengol. Ni ella ni su equipo más cercano generaron una crítica en los cuatro años en que estuvieron en el Govern. Cierto que tuvieron más dinero para regar a los grupos de presión --profesores y médicos--, comprando la paz, el silencio y los aplausos; cierto que ni siquiera intentaron cambiar las cosas, pero también es verdad que no han hecho ninguna trastada relevante. Eso, les aseguro, no es una coincidencia sino el resultado del trabajo muy serio y profesional de gente que rodea a Armengol, que vive anticipándose a la realidad, que desactiva los conflictos, que pacifica, que calma. Para ganar unas elecciones ante una pléyade de inútiles como los que se presentaron a esta convocatoria electoral basta con ser el menos malo. Y a fe que Armengol lo era. A nosotros, como votantes, nos basta con eso. Nuestro logro democrático es ese, que al menos no nos hayamos suicidado.
De aquella utopía de cambiar el modelo económico no quedó nada más que el recuerdo de las frases rimbombantes, aquellos ímpetus transformadores se ahogaron al subir al coche oficial, al desenvainar el ipad; la revolución habrá de esperar a que acaben los canapés. ¿Por qué creen que ningún rico ha protestado contra el pacto de izquierdas? Porque todo quedó en palabras vacías, como si fuera la derecha. Cuatro años, saldo cero. Si todo el cambio consistía en ir en zapatillas, si la rebeldía era tener a un barbudo al frente del Parlament, si 'la gente' quería mociones parlamentarias criticando a Trump, pues que sea, que eso no hace daño a nadie y entretiene al personal. Nada que no hubiera descrito Lampedusa: hay que cambiar para que nada cambie.
Teníamos que elegir entre Armengol o derrumbarnos a manos de zafios y manazas y hemos optado por lo mediocre pero conocido. Al menos no hace desastres.