Hay una manera más feliz que otras de pasar por el mundo. Consiste en confiar en que las personas son buenas por naturaleza, y que el mal es excepcional. El planteamiento contrario provoca amargura y un pesimismo existencial que se instala sobre nosotros como la nube de agua que persigue al personaje mustio de una viñeta de cómic. El optimismo antropológico permite superar los peores momentos, y reduce a los malvados a lo que son: sujetos individuales a los que conviene mantener alejados, o al menos neutralizados. Esto ha funcionado así desde el principio de los tiempos, porque de otro modo la especie humana no hubiera sobrevivido a tanto hijoputa suelto.
Sucede que siempre aparece un genio con ganas de teorizar y elevar a categoría universal un mecanismo de supervivencia individual. Rousseau ascendió a los altares de la filosofía porque se atrevió a afirmar alto y claro que el hombre es bueno por naturaleza. Es la sociedad la que lo pervierte. La teoría nos hacía felices porque aligeraba nuestra responsabilidad individual. La culpa era de los otros, en su conjunto, que terminaban por convertirse en una mala influencia para nuestras almas impolutas. Entre cerveza y cerveza post-adolescentes algunos entusiastas de Rousseau fuimos más lejos y leímos su Emilio o De la educación. Descubrimos con fastidio que en realidad el libro no decía eso. Nos lo habían contado mal en el Bachillerato, porque el tratado filosófico revelaba que era el niño, y no el hombre, el titular de esa naturaleza bondadosa. Era cómodo pensar que no íbamos a crecer, y reducir así la moral a un asunto de parvulario. Rosseau inventó a Peter Pan.
La RAE admitió el término buenismo en 2017, y el columnismo progre se agitó contra la infamia de dar carta de naturaleza a un vocablo que consideraban insultante
Esta visión del mundo era demasiado amable como para que no llegara alguien y armara una teoría política fácil de masticar. Lo hizo la izquierda cuando la socialdemocracia ya había conquistado más derechos sociales de los que imaginaba cincuenta años atrás, y esa ideología presentaba síntomas de agotamiento electoral. La RAE admitió el término buenismo en 2017, y el columnismo progre se agitó contra la infamia de dar carta de naturaleza a un vocablo que consideraban insultante. Con lo bonita que es la palabra, hasta Wikipedia la califica como despectiva. Es curioso que nadie de un paso adelante y se proclame buenista enarbolando una teoría tan noble sobre el ser humano. A mi me parece que es por vergüenza, porque llega la realidad, esa gran aguafiestas, y te chafa el cuento.
Cuando el término no estaba inventado el buenismo inspiró las teorías del apaciguamiento que acabaron con los Panzer de Hitler saltándose los semáforos de los Campos Elíseos. 60 millones de muertos en la Segunda Guerra Mundial fueron suficientes para comprobar que el permanente ofrecimiento de la otra mejilla ante la bofetada del enemigo podía funcionar en el relato de los Evangelios, pero quizá no tanto en las relaciones internacionales. El humanitarismo bien intencionado se desplazó hacia causas menos peligrosas que el totalitarismo nazi o el fundamentalismo religioso, y encontró acomodo perfecto en la inmigración sin límites y un multiculturalismo que ha estallado por los aires en Europa. La izquierda inteligente ya anda reculando también en este campo ante el avance de los salvapatrias de la ultraderecha.
No existe un solo ejemplo de sociedad próspera que no respete el derecho a la propiedad privada. Este axioma lo ha asumido hasta la China comunista
Pero el virus es poderoso, y ha inoculado ámbitos que pueden parecer menos trascendentes, pero que resultan letales para el progreso social. No existe un solo ejemplo de sociedad próspera que no respete el derecho a la propiedad privada. Este axioma lo ha asumido hasta la China comunista, pero en Palma hace un par de años un grupo de saltimbanquis invadió un edificio que no era suyo, y el alcalde socialista José Hila dijo que los propietarios tenían que negociar con los okupas. De aquellos polvos, y de la lectura errónea de Rousseau, vienen estos lodos. El acceso a la vivienda se ha convertido en un problema grave en determinadas ciudades, pero los atajos fuera de la Ley contribuyen a empeorarlos. Solo a un idiota no se le ocurre pensar que la tolerancia ante situaciones de necesidad real no iba a originar la aparición inmediata de caraduras y delincuentes para aprovecharse de esa situación.
Y no son solo las mafias que revientan las puertas de propiedades privadas para obtener un beneficio ilícito. Son también los riesgos físicos, las condiciones de salubridad -que pueden provocar un incendio dramático como el de la semana pasada en Ibiza- y los problemas de convivencia con personas que se sitúan fuera del sistema con la complacencia de ciertas autoridades que cuando juran o prometen su cargo se comprometen a hacer cumplir las leyes. El fenómeno de los okupas, como el de los cayucos atestados de seres humanos desesperados, es de naturaleza expansiva, y mirar hacia otro lado o un exceso de garantismo solo contribuyen a empeorarlo.
Esa izquierda tontiloca se empieza otra vez a sonrojar por haber leído mal a Rousseau, o simplemente no leer, ni escuchar
Recuerdo cuando algunos opinábamos en contra del botellón, y las buenas personas de izquierdas nos acusaban de joderles la diversión a unos cuantos chavales que solo querían divertirse bebiendo barato. Cuando al poco tiempo era tresmil cada viernes en el Paseo Marítimo, cambiaron de opinión. Ahora parece que el argumento de los fondos buitre y los grandes tenedores de viviendas no sirve para justificar por si solo un atropello contra la propiedad privada que afecta a particulares y pequeños empresarios, y esa izquierda tontiloca se empieza otra vez a sonrojar por haber leído mal a Rousseau, o simplemente no leer, ni escuchar.