Seguro de que los tiempos de las mayorías absolutas son historia, hasta el mismo día de las elecciones generales Pablo Casado defendió para España la creación de un gobierno conservador, con Ciudadanos y Vox. El lunes, después de la cita con las urnas, comprobado su fracaso, Casado se reúne con los suyos para ver qué hacer ante el desastre. Y el martes se despacha primero contra Vox, partido al que califica de ultraderecha, y después contra Ciudadanos, del que dice que está formado por tránsfugas. Casado se declara conservador, pero de centro. Bastó un día, ese 28 de abril, para cambiar la visión política de Pablo Casado. Apenas veinticuatro horas le bastaron al máximo líder del Partido Popular para transformar sus principios sagrados.
Nada raro en España. El 16 de diciembre de 2017, Ciudadanos era un partido socialdemócrata, incardinado en la visión marxista del mundo, con todo lo que esto supone desde el punto de vista histórico y social; el 17 ya era un partido liberal, profundamente opuesto a la visión anterior. En medio hubo en Barcelona una reunión de los 45 integrantes del Consejo General de este partido, que decidió cambiar su ideología. No hubo ni una baja, ni una reacción, ni un rechazo, ni una declaración pública sobre este extremo, lo cual es bastante sospechoso porque, en teoría, esos fundamentos responden a una filosofía de la vida, a una forma de comprender el mundo, lo cual no debería improvisarse, no se debería cambiar como quien renueva su coche.
Viven preguntándose qué piensan sus votantes para ellos sumarse raudamente a lo que creen que esperan los electores. Estos son los líderes actuales: mequetrefes sin ideas.
Así van los dos partidos mayoritarios de la derecha en España: a la deriva ideológica, pendientes de por dónde sopla el viento. O peor, porque deriva significa cambiar de principios, pero en el caso de Casado y de Rivera (como, a su manera, de Sánchez) simplemente es que no tienen. Y como no tienen, viven preguntándose qué piensan sus votantes para ellos sumarse raudamente a lo que creen que esperan los electores. Estos son los líderes actuales: mequetrefes sin ideas.
El cambio que Casado ha tenido en estos días está dirigido a paliar en las elecciones municipales y autonómicas el desastre de las generales. Pero, en mi opinión, lo que hace es confirmar las sospechas de los votantes de que no tiene ideas. Casado, igual que Groucho Marx, tenía unos principios que había defendido con contundencia pero que, dado el malestar de los votantes, ha decidido reemplazar por otros. Exactamente lo contrario de lo que es un político: en lugar de marcar el camino, en lugar de explicarnos por qué su punto de vista es el correcto, busca adaptarse a lo que se supone que pensamos los votantes, si es que aún queda alguien en este país que sepa lo que vota.
Nuestros políticos no tienen ni idea de qué es lo que defienden. Necesitan de un pinganillo a través del cual les guíen porque, simplemente, ellos son actores.
En este sentido, Casado no es sino un hijo de los tiempos. Cualquiera que haya visto los debates en las televisiones habrá descubierto que, excepto Abascal e Iglesias, nuestros políticos no tienen ni idea de qué es lo que defienden. Necesitan de un pinganillo a través del cual les guíen porque, simplemente, ellos son actores incapaces de escribir el guión de su liderazgo. O sea, no son nada.
Este cambio de Casado, en apenas unas horas, es un reflejo dramático de su pobreza ideológica. Puede que alguien hace unos días pensara que Casado era un conservador de la línea aznarista, más bien duro; podría ocurrir que alguien hoy crea que es un sorayista, de la línea blanda que es objeto del azote de algunos comentaristas políticos (los “maricomplejines” de Jiménez Losantos), pero lo más probable es que tras este cambio todos, los unos y los otros, piensen que Casado simplemente no tiene ideas. Ha cavado su fosa ante la gente seria; ha perdido la credibilidad. Casi nada.
Pero Albert, ¿lo único importante no era echar a Sánchez? ¿No era que este país se hundiría con Sánchez en Moncloa?
En cualquier caso, Casado puede sobrevivir porque tampoco es que Ciudadanos esté mejor. Todos habíamos escuchado durante la campaña electoral cómo Albert Rivera nos había convencido de que la emergencia nacional en España era echar de Moncloa a Pedro Sánchez. Según Rivera, Sánchez es tan peligroso y tan impresentable, que ese es el objetivo principal de su partido. Lo urgente no era Ciudadanos sino echar a Sánchez. En la noche electoral se comprueba que Ciudadanos no podrá cumplir su objetivo primordial y, por lo tanto, Sánchez seguirá en Moncloa. Entonces Rivera da su rueda de prensa y nos da dos noticias, una mala y una buena. Nos dice que la mala noticia es que Sánchez seguirá gobernando y que la buena es que él está a un paso de ser jefe de la oposición. Pero Albert, ¿lo único importante no era echar a Sánchez? ¿No era que este país se hundiría con Sánchez en Moncloa? ¿De dónde ha salido esta segunda noticia de que lo importante es que Rivera y no Casado sea el jefe de la oposición?
Sólo un incauto podía dudarlo, pero en todo caso en la noche electoral nos quedó claro que para Rivera y para Ciudadanos, lo que está en juego no es quién gobierna España ni cómo lo hace, sino quién es el jefe de la oposición, quién lidera la derecha. Y Rivera, indiferente a ese peligro que nos había anunciado de que Sánchez siga en Moncloa, celebra que ahora será él y nadie más que él la referencia de la oposición.
Sólo un último comentario: los líderes de los partidos políticos en las autonomías, Baleares entre ellas, son mucho más flojos que los nacionales. O sea que, a partir de aquí, échenle imaginación.