De la misma manera que no se es mejor cocinero por ser nutricionista o propietario de Fagor, ni el mejor profesor es el que sabe más ni habla más idiomas sino el que explica mejor, el gobernante ideal no es el más ingenioso y fresco en un debate, ni aquel al que le brotan las palabras como si fuera un testigo de Jehová haciendo de predicador, ni aquel al que le desbordan las sonrisas, ni el que tiene el don de la seducción. El mejor gobernante es quien es capaz de ver a corto y largo plazo a la vez, de dirigir equipos humanos complejos, quien tiene capacidad para motivar, que sabe entender los temas estratégicos, que es capaz de obtener resultados y no enredarse en los procedimientos, que transforma su entorno, que es constante, capaz de impulsar a los agentes sociales para que ellos tiren del carro, que libere y motive la energía que tiene este país.
Por mucho que nos cueste admitirlo, los españoles no estamos tan lejos de Ucrania, donde la simpleza de este proceso se ha podido visualizar a la perfección
Las posibilidades de que España pueda escoger este fin de semana a un gobernante acorde
con sus tremendos desafíos son mínimas porque la decisión se basará sobre todo en lo bien
que hablan los candidatos, en sus sonrisas atractivas, en su don de gentes. Da igual que sean
vendedores de crece pelos o mercachifles del tres al cuarto. Por mucho que nos cueste admitirlo, los españoles no estamos tan lejos de Ucrania, donde la simpleza de este proceso se ha podido visualizar a la perfección con la elección de un comediante, ducho como nadie en el arte de la persuasión. Entre nuestros candidatos, desde luego, también tenemos algunos que son de chiste aunque no se presenten como tales.
Alguna razón hay para que ninguna de las grandes empresas del mundo busque a sus
directivos en debates públicos, en puestas en escena, en representaciones teatrales como las
que hemos visto estos días en nuestras televisiones: así no se conocen ni detectan las
aptitudes necesarias para el cargo, mucho más complejas y sutiles de lo que supone el
desparpajo de una noche bajo los focos.
Si un ‘Chiquito de la Calzada’, especialista en la improvisación, con gracia a borbotones, hubiera intervenido en estos debates, seguro que haría un buen papel
Sin embargo, la política, sobre todo cuando el votante es emocional y no racional, es un
espectáculo, un show, una ‘performance’. Ahí la salida airosa, el golpe ingenioso, la ocurriencia, la frase afortunada son oro: atrapan al incauto, creyente de que así cambiamos
algo, de que así encontraremos las soluciones a nuestro futuro. Si un ‘Chiquito de la Calzada’,
especialista en la improvisación, con gracia a borbotones, hubiera intervenido en estos
debates, seguro que haría un buen papel. Hasta podríamos votarle.
En uno de los primeros debates televisados jamás, entre Kennedy y Nixon, el segundo cometió el desliz de mirar su reloj mientras escuchaba a su contrincante. Fue su hundimiento porque transmitió la imagen de desinterés, de aburrimiento, de que aquello le daba pereza. ¿Suponía eso que tenía que ser un mal presidente? No, simplemente generó un impacto emocional contraproducente, lo cual bastó para acabar con las posibilidades del candidato.
Ni nosotros aceptaríamos jamás que nos dijeran que los desafíos son muy serios y difíciles de abordar. El espectáculo no lo admite
En cambio, en estos debates los temas de fondo, los asuntos realmente urgentes, se tocan de puntillas. En ese contexto todo se sustancia de forma maniquea, simple, elemental. Es
previsible porque ni nuestros políticos quieren meterse en discusiones sesudas, ni van a
sincerarse, ni nosotros aceptaríamos jamás que nos dijeran que los desafíos son muy serios y difíciles de abordar. El espectáculo no lo admite. El formato del show televisado es en sí mismo una obra de teatro en la que no cabe la naturalidad.
Por ejemplo, en el tintero quedó la necesidad de cambiar los partidos políticos de una vez por
todas para que sean verdaderamente democráticos; o nuestras cuentas públicas que van
irremisiblemente a la banca rota si no ponemos orden ya; o el sistema de pensiones, del que lo único seguro es que es insostenible; o la dependencia, que no podemos pagar; o el modelo de organización política, que requiere modificaciones profundas para que no se plantee sistemáticamente como una confrontación entre autonomías y estado; o la enseñanza, la peor de Europa y cayendo.
Nadie votaría por quién nos dijera la verdad sobre cómo estamos y cuán poco podemos
avanzar si continuamos por esta senda
Yo no tengo alternativa para los debates como modo de conocer qué piensan nuestros
políticos, pero al mismo tiempo estoy seguro de que el color de las corbatas importa más que las ideas; que las promesas pesan más que su verosimilitud. Pero, sobre todo, pienso que nadie votaría por quién nos dijera la verdad sobre cómo estamos y cuán poco podemos
avanzar si continuamos por esta senda.
La simplificación de la política, su conversión en un espectáculo continuo, podíamos intuirla
cuando los partidos que irrumpen en el escenario se hacen llamar “Ciudadanos”, “Podemos” o “Vox”, que no significan nada, igual que podrían denominarse “Mimosín”, “Vichy” o “Jaguar”.
Todo termina por ser marketing, evocación emocional, vacío de ideas. Socialista o conservador son etiquetas que hipotecan, encorsetan, son odiosas. Ciudadanos, en un ejemplo extremo de su insustancialidad, cuelga carteles en Palma con la imagen de Inés Arrimadas, que no es candidata. ¿Será por su cara bonita?
Así pues, esperemos que desde este lunes ocurra un milagro y sin saber por qué hayamos
votado a alguien capaz de cambiar el rumbo del país, si es que el nombre de ese estadista está en las papeletas que tendremos en las mesas electorales. Aunque, para mí que mientras no cambiemos nuestra educación y seamos más exigentes, mientras no nos atrevamos a hablar con claridad de los problemas verdaderos, poco vamos a arreglar. Pero el show debe continuar.