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Lecturas a destiempo

Entramos en esa edad en que la cuadrilla de amigos de toda la vida se reúne de vez en cuando en funerales. Vamos despidiendo a padres y madres de los colegas, y se nos van con ellos pedazos de nuestra infancia. El viernes mi hija me vio un poco quebrado, y cuando salíamos del templo me cogió de la mano y me susurró al oído: “papá, esta mujer te dio muchas veces de merendar, ¿verdad?”. Muchas, pero ante todo trajo al mundo un hijo con el que comparto amistad desde los seis años. Con permiso del cura que oficiaba, Edorta subió al atril y recordó a su madre contando una anécdota de adolescentes. Un día se le fue la pinza y se cabreó con todo el grupo, y nosotros con él. El pobre estaba hecho polvo, y se lo contó a su madre. Marisol era una mujer muy guapa que siempre sonreía y le quitaba hierro a las cosas. Y le tranquilizó: “no pasa nada, Edorta, no te preocupes. Ahora mismo vas y les pides perdón, uno a uno, y les preguntas si por favor te dejan seguir siendo su amigo”. Y lo hizo, casa por casa. En el banco de la iglesia estábamos sentados cinco de los que recibimos aquella visita hace 37 años.

Lo jodido de ver a A. fue su expresión amargada y su dentadura malparada. Pensándolo bien, ya fue un regalo encontrarlo vivo.

Edorta hace mucho tiempo que no vive en Vitoria, y lleva varios años apareciendo en la lista de los 50 abogados más influyentes del Reino Unido. Al acabar la carrera hizo un máster en Inglaterra, y allí se quedó. Ha formado una hermosa familia con una mujer canadiense y tres hijos de los que sentirse orgulloso. Es maratoniano, como su padre, y lo voy ubicando por el mundo a través de las redes sociales corriendo al amanecer. Un día en Washington, al otro en Singapur, más tarde en San Francisco, y en este plan. A pesar de esta ausencia prolongada, la parroquia de San Miguel estaba a reventar. Encontré a muchos conocidos, pero también faltaba gente. Por ejemplo, no estaba el hijo de los mejores amigos de sus padres en aquellos años de juventud. La última vez que vi a A. servía vinos tras la barra de un bar, un oficio al menos tan digno como asesorar a Google en asuntos de protección de datos, como hace Edorta. Lo jodido de ver a A. fue su expresión amargada y su dentadura malparada. Pensándolo bien, ya fue un regalo encontrarlo vivo. En algún momento de su vida que no sabría concretar, A. comenzó a chutarse heroína.

Era un chico inteligente que gastaba un físico portentoso. Como tanta gente en los ochenta, comenzó fumando cosas divertidas y terminó con las venas agujereadas por el caballo. El recuerdo más nítido que tengo con él fue una conversación tomando cañas, frisando ambos la mayoría de edad. El reivindicaba la figura del ensayista y pensador Antonio Escohotado, célebre por sus teorías en contra de la prohibición de cualquier droga. Escohotado, que llevaba años viviendo en Ibiza y experimentando con todo tipo de estupefacientes como método de autoaprendizaje vital, había saltado a la fama con varias entrevistas e intervenciones en el mítico programa de televisión La Clave, que dirigía José Luis Balbín. A mi me horrorizó escucharle, porque A. no era un intelectual como Escohotado, que terminó publicando un manual de uso de una treintena de sustancias psicoactivas titulado “Aprendiendo de las drogas”. A. era un chaval espabilado y con ganas de fiesta, pero con mucha menos inteligencia que Escohotado para cabalgar ese jaco sin partirse el espinazo. Como tantos jóvenes en aquellos años.

Hay discursos que no son aptos para todos los públicos, y no me refiero a la edad.

Jamás discutiré la libertad de expresión ni la de pensamiento, pero me asusta comprobar que el destino tiene mucho que ver con el azar. Si A. no hubiera encontrado entonces en un periódico o en un programa de televisión argumentos tan bien explicados en favor del consumo de drogas, quizá hubiera dejado antes las jeringuillas, y su vida no se hubiera ido por un retrete. Hay discursos que no son aptos para todos los públicos, y no me refiero a la edad. He recordado esto al releer una entrevista que se publicó hace un tiempo con Laszlo Bock, ex-vicepresidente de Recursos Humanos de Google, cuando afirmaba tajante que “el expediente académico no sirve para nada”. Como Escohotado, seguramente Bock tiene razón, y existe una desconexión entre lo que enseña la universidad y lo que se necesita en una empresa como Google. Pero también cabría preguntarse por el porcentaje de seres humanos que desarrollan su carrera profesional trabajando para organizaciones de ese tipo, dedicadas a plantear y resolver cuestiones para las que no hay una respuesta obvia. Para la mayoría, esforzarte en aprender cosas inútiles, o sobrevivir a un cabrón de profesor en la Facultad, también forma parte del aprendizaje vital que una minoría como Escohotado encontró en el LSD.

Hay un momento de la vida adecuado para llegar a ciertos libros, ver algunas películas o leer determinadas entrevistas. El otro día escuchaba a un ágrafo ignorante, que acaba de ser incrustado por enésima vez en una lista electoral, emplear ufano el argumento de Bock sobre la inutilidad del expediente académico. Él también es un inútil al que le seguiremos pagando el sueldo entre todos. Hubiera sido mejor que leyera a Escohotado.

Actualizado: 14 de marzo de 2022 ,

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