La burocracia se ha convertido, con el desarrollo del estado social y democrático de derecho, en un mal en sí misma, en un freno al progreso y en un peso inaguantable para los ciudadanos y las asociaciones que estos han creado para auto regularse, ya sean las de ámbito económico -como son las empresas- o las sociales, como los clubes deportivos, las asociaciones de vecinos, las culturales y benéficas, entre otras. La burocracia es, ahora más que nunca, la mayor rémora para el desarrollo económico y social de una nación. Pero lo que de verdad define hoy en día a la administración es el ser un auténtico pesebre de estómagos agradecidos en el que pastan rebaños de inútiles colocados a través de las cuotas de poder de los partidos y del nepotismo más desvergonzado.
Miles de burócratas se encaminan cada mañana a sus oficinas en todo el país sabiendo que nada van a hacer y que nadie nada les va a exigir. Tras fichar, saldrán a almorzar, regresarán, moverán algún papel de un lado al otro de la mesa, se levantarán para charlar con sus compañeros, saldrán a merendar, regresaran tras hacer la compra diaria en horario laboral y, finalmente, regresaran presuntamente agotados a sus hogares. Y, a final de mes, cobrarán.
Cierto es que en todos los campos en el que se desenvuelve el ser humano se registran honrosas excepciones, pero más cierto es que la verdadera responsabilidad de esta execrable situación no es del chupatintas que se pasa la mañana quitando clips y clavando grapas, sino del político que se lo permite.
Es usted, señor político, el que desde el advenimiento de la democracia, y más desde la crisis, nos ha estado engatusando con la necesidad de reformar la administración para agilizarla y modernizarla. Y también es usted, señor político, el que, llegado a la poltrona, se ha olvidado inmediatamente de esta promesa al contemplar la ingente labor que ante usted se presentaba. Y los sindicatos son los que, finalmente, se encargan siempre de hacerle ver al político de turno, al acobardado político de turno, que afrontar la reforma de la administración es intentar desenredar el nudo gordiano. Y el político, que acobardado sabe que cada cuatro años su cargo está en juego y al albur de los votos, desiste sin ni siquiera avergonzarse de sus propias mentiras.
No es menos cierto que entre los funcionarios de las administraciones públicas hay verdaderos profesionales entregados a su trabajo y respetuosos con la responsabilidad que se le ha conferido. Pero pocos son si vemos las colas que se forman diariamente frente a las ventanillas de las instituciones, los miles de ‘vuelva usted mañana’ que se oyen tras requerirse más documentos inútiles a los administrados o, incluso, la auténtica abulia que adorna todo el quehacer cotidiano de los rácanos burócratas.
En un momento de nuestra historia en el que cualquier gestión de una punta a la otra del orbe se hace simplemente desde un teléfono móvil, en el que podemos comprar el bien o servicio que queramos solamente con un clic o ver lo que pasa en tiempo real en la otra punta del mundo a través de cualquier enlace de Internet, vemos atónitos como para completar un trámite cualquiera de cualquier administración nos vemos obligados a compulsar documentos que están en poder de la propia administración, hacer múltiples gestiones burocráticas que nadie nos reclama a la hora de cobrar nuestros impuestos y, también, horas y horas de colas inexplicables.
El Leviatán de la burocracia está matando la confianza de los ciudadanos en sus propias administraciones ya que los políticos utilizan la función pública como una fuente de votos para sí mismos. Y los sindicatos de funcionarios y los propios trabajadores públicos lo saben y se aprovechan de ello.
Y es en este punto en el cuál nos preguntamos y preguntamos a los lectores de esta Carta: ¿por qué algunos países son menos corruptos y están mejor gobernados que otros? Y la respuesta surge de la constatación de que la organización de la burocracia del Estado subyace como factor crítico en la existencia o no de esta misma corrupción. Los países donde los funcionarios son reclutados por sus méritos funcionan mejor que aquellos en los que deben sus puestos a conexiones políticas. Esa es la diferencia entre gobiernos de alta calidad que actúan con imparcialidad y aquellos que medran entre prácticas corruptas y utilizando los recursos públicos de forma espuria y partidista. ¿Qué ocurre cuando la actividad de los políticos y los funcionarios está tan entremezclada que la carrera de los segundos depende de las decisiones de los primeros? Ocurre lo que ocurre en España: que la corrupción abunda y la Administración es ineficaz.
Esa es, pues, la verdadera razón que subyace detrás del reiterado incumplimiento de la reforma de la administración: la corrupción inmisericorde de la política.