Entonces recordé algo parecido, pero de los años 80 y yo desde el sofá, o sea, sin emocionar. Eran los instantes finales de un partido en el que B. Celtics perdía también por bastante contra L.A. Lakers, costa contra costa.
Lo que aquí sucedió, en el vivo y directo de nuestras pre adolescentes, es que la pelota dejó de ser esquiva sin previo aviso, todas las carambolas que antes se negaban ahora se repetían a favor, los errores habituales habían huido y el aro adversario se abría en canal cada vez, para recibir unas ganas de victoria que no aceptaban excusas. Hasta de las gradas nacían ritmos que bailaban cada avance de las jugadoras. Ningún traspiés rompió una racha que consiguió prolongar el estado de magia hasta el último pitido.
En instantes como ese, que duró los cien segundos más preciosos, nada puede hacer cualquier contrario, pues hasta el rubio Larry Bird y el gigante Abdul-Jabbar, con sus respectivos quintetos, habrían sucumbido, apabullados por las nuestras. Es imposible desentrañar ese algoritmo tan extraño que gobierna el comportamiento humano en los deportes de equipo, y que es capaz de crear secuencias de momentos perfectos que, siendo todos nuevos, funcionan como si alguien los fuera dibujando justo antes de vivirlos.
Mejor así, pues nada como la belleza por sorpresa. Volveremos cada sábado a buscarla, casi siempre por la tarde.