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Democracia y sentimiento

Lo estamos viendo todos los días. Es falso que el electorado no se equivoca nunca. Los ejemplos son múltiples. Algunos, ya pasado, y otros, presente. Basta con proyectar la mirada sobre nuestra realidad política y la de nuestro entorno europeo más próximo. Se ha llegado a una situación en la que las democracias actuales tienden a consentir, por diferentes razones, ‘líderes mediocres, cuando no nefastos’, que, como dijo S. Pániker, exhiben por doquier su vulgaridad, su inconsistencia intelectual y humana, su ausencia de sabiduría. Por ello, hoy más que nunca, aparece ante nosotros una labor a realizar: recuperar el anhelo de perfección del propio sistema democrático. También, por supuesto, en España.

Decía Julián Marías que “el núcleo de la democracia es la elección entre varias posibilidades. Y estas han de ser imaginadas para que no se conviertan en un ciego mecanismo, en una automatización movida por la propaganda. Lo que se propone a los ciudadanos es una forma de vida, un repertorio de posibilidades, una configuración de la sociedad, un proyecto de país, un argumento de la vida en el futuro próximo y por ello imaginable”. ¿Cómo, en este momento presente, podemos lograr que la opción escogida responda a la actitud real (a la voluntad) de los votantes? ¿No basta con que represente a una mayoría de electores? ¿Está garantizado que el elector es libre al depositar su voto? ¿De qué se trata: de racionalidad  o de sentimiento?

La realidad actual nos viene enseñando que “los referéndums y las elecciones tienen siempre que ver con los sentimientos humanos, no con la racionalidad” (Harari). Ahí están, por poner algunos ejemplos, el Brexit y tantos populismos, de derecha y de izquierda, que han aparecido. Como es lógico, los sentimientos guían también a muchos líderes políticos actuales. Se apela al corazón y no a la razón, a la opinión y no al pensamiento, a las emociones y no a las ideas.

Me parece evidente que, en el panorama actual, el discurso político es prácticamente inexistente, no se manejan grandes ideas, expuestas  con orden y lógica, para convencer (argumentario racional) al votante del valor de una propuesta política para solucionar problemas concretos, sociales y/o políticos. Nada de esto o muy poco. Es mejor no explicarse demasiado, es mejor dejar las cosas en nebulosa y pura ambigüedad, es mejor no concretar y dejar la puerta abierta a decir y hacer después, si interesa, lo contrario. Se prefiere bombardear al ciudadano con palabras y gestos que apelan a sus emociones, a sus sentimientos, a sus miedos, a sus tics ideológicos previos (que le muevan a votar a la contra: para que no gane el supuesto adversario), que llevan de hecho a separar y dividir (infernar). Se prefiere no aludir para nada a lo que se apoya en otras comunidades políticas, y que contradice abiertamente el mensaje y la propuesta, que se ofrece aquí. Se prefiere –por unos y otros, aunque caben matizaciones y excepciones concretas- subrayar (y hasta exagerar y sacar de contexto) lo negativo del sistema para apoyar casi siempre soluciones utópicas e irrealizables (muchas veces antisistema), que se sugieren y proponen como panacea universal.

Todo ello, por supuesto, es agitado convenientemente por poderosos medios de comunicación social, que  controlan mayoritariamente  ciertas fuerzas políticas y grupos de interés inconfesables. Medios que, precisamente, no ayudan al votante a imaginar (racionalizar) la realización práctica de su voto y, en consecuencia, a la justificación de la adhesión incondicional a la opción que le proponen que apoye. Medios que, si después la realidad les pone en evidencia, no tienen inconveniente alguno en falsificarla o explicarla o justificarla a favor de lo que apoyaron y de hecho ha fracasado. De este modo, se manipula de hecho al votante  a la vez que se refuerza su adhesión futura. ¡Y a esto le llamamos libertad y democracia! Ya decía Orwell que “el lenguaje político está diseñado para hacer que las mentiras suenen a verdades (….) y para dar apariencia de solidez a lo que es puro viento". Eso sí, muchas veces, incluso huracanado y destructor.

Este modo de proceder en las actuales democracias me parece muy peligroso y preocupante. Al final –como casi siempre-, las aguas acaban por desbordarse y se corre el riesgo claro de pervertir, desde dentro mismo, lo que decimos respetar tanto: la democracia misma. Personalmente no lo dudo: este es el objetivo último (aunque camuflado) de ciertos agentes políticos, muy activos en las democracias occidentales. ¡Ojo al Cristo, que es de plata!

Hago mío el juicio profético de Harari: “Esta confianza en el corazón puede ser el talón de Aquiles de la democracia liberal. Porque una vez que alguien (…) disponga de la capacidad tecnológica de acceder al corazón humano y manipularlo, la política democrática se transformará en un espectáculo de títeres emocional” (Harari). ¡Da que pensar!

En estas estamos en este momento político que nos toca padecer y que todos contribuimos (complicidad) a realizar. La voluntad, el poder, el apoyo a una opción política determinada (y a sus líderes) “no se puede enajenar, ni comprometer, ni entregar como un automatismo,  porque es una forma de esclavitud o de fanatismo” (Julián Marías). En efecto, lo vengo repitiendo con insistencia: el ciudadano –en la mayoría de los casos- es cómplice de cuanto lamenta, de cuanto critica, de cuanto le molesta, del estado de muchas de las cosas de las que se queja y desearía cambiar. ¿Por qué no se pregunta, cuando le vuelven a tocar el corazón (los sentimientos) en el siguiente proceso electoral, si no se avergüenza de lo que (y de quienes) ya apoyó en su día, probablemente sin pensarlo ni un instante? ¿Por qué no se entretiene por un momento en verificar la verdad que le presentaron y que apoyó sin demasiados miramientos y la compara con su realización efectiva?

Es curioso que el ciudadano se queja con frecuencia (a diario) de lo que ocurre de hecho, de la realización concreta de lo que él apoyó, de  las cosas que siguen igual o peor que antes de prestar adhesión a la fuerza política gobernante, de las posibles soluciones que vuelan sobre su cabeza y le amenazan, que claramente perjudican su interés  y el de muchos otros. Y, sin embargo, no se le ocurre cambiar el sentido de su voto en la siguiente convocatoria electoral. Vuelve a actuar del mismo modo: automatismo incondicional. Lo razonable (me parece) es que se pueda justificar el voto otorgado. Esto es, que si se siente traicionado, engañado y manipulado, lo razonable es no volver a secundar a esa fuerza política. La participación política no parece que sea una simple cuestión de sentimientos sino de sentirse responsable y creador del futuro que se quiere para el conjunto de la sociedad en que se convive.

En este sentido, el camino a recorrer en una nuestra democracia (si se quiere que sea verdadera) es muy complejo y espinoso. Son múltiples los factores a valorar por el ciudadano. Pero, sobre todo, lo que no debe de exhibir es ingenuidad:  ha de espabilar en cabeza ajena (lo ocurrido en otros países y lo que se apoya en ellos) o en la propia (lo realizado en la legislatura que apoyó). Parece elemental: no votar a la contra. Se trata de apoyar lo que se estima y se aprecia positivo para el conjunto (bien común) de los ciudadanos, para que el país avance. Nada de automatismos pues se entrega, aunque sea inconscientemente, la propia libertad.

En este contexto de reflexión, advierto que muchos eclesiásticos, incluidos altos miembros de la Jerarquía católica, caen también en la trampa del lenguaje. Se parecen demasiado a ciertos líderes políticos.

También en el mundo eclesiástico en España se encuentran quienes, al referirse a problemas sociales y políticos, apelan a los sentimientos, al corazón, a las emociones, a lo fácil y simple (a pesar de que las situaciones a que se refieren son muy complejas desde muchos puntos de vista).

A uno le parece (¿acaso estoy equivocado?) que puede reclamar, sobre todo de quienes ostentan puestos de liderazgo en la Iglesia en España, mayores dosis de reflexión y orientación. Es alarmante, en mi opinión, las generalidades descomprometidas que algunos ponen en circulación y que, en el fondo, sólo sirven para confundir  al receptor. Ni arrojan luz, ni hacen pensar en positivo ni sirven al interés general. Es más, a veces, a la vista de ciertos juicios e impulsos, a uno sólo le queda el lamento ante ciertos silencios o distancias respecto a la verdad. ¿Cómo es que no se llevan mejor con el Evangelio?

Actualizado: 14 de marzo de 2022 ,

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