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Secreto y evangelio

Al filo de las recientes declaraciones del cardenal Ladaria, hoy quiero reflexionar sobre un aspecto, singularmente escandaloso y preocupante, de la respuesta que ha venido dando la Iglesia al abuso sexual del clero: el secreto pontificio. Es muy urgente su reforma a fondo (¿a qué están esperando?) de tal forma que nunca más sirva de amparo y cobertura al servicio de objetivos institucionales (ocultar y no colaborar con los Estados  en la sanción del delito, no proteger de hecho a los menores), que no  se armonizan, a mi entender, con el Evangelio. Aquí radica, sin duda alguna, un aspecto básico y esencial de la verdadera gravedad (el gran escándalo) de la respuesta de la Iglesia al tema del abuso sexual del clero: en aparentar, en querer pasar por lo que no se es, en proclamar una cosa y hacer lo contrario, en despreciar la verdad. ¿Acaso tales conductas son evangélicas? ¡Hipócritas! ¡Ciegos! ¡Sepulcros blanqueados!

Deberíamos convenir, en cualquier caso, que estas conductas tan vergonzosas, precisamente por ser incompatibles con el Evangelio, no tienen cabida, de ninguna manera, en la Iglesia. Ni  la tuvieron en la de siglos pasados ni la tienen en la actual. Es una obviedad. Parece mentira que haya que subrayarlo y recordárselo a la Jerarquía católica.

¿En qué mundo viven?

Déjense de tanto lloriqueo inútil (palabras) y pongan sobre la mesa hechos: las reformas necesarias,  su aplicación efectiva, y la renuncia definitiva al criterio de ocultar y tapar. Comparto plenamente la valoración de José María Castillo: “… la Iglesia, en gran medida y en lo fundamental, ha marginado el Evangelio”, que es tanto como decir que se ha desplazado de su ‘eje’, de su ‘base’ y de su ‘centro’. En este tema y, por supuesto,  en otros muchos más.

A partir de tal evidencia y, en consecuencia, a partir de esta toma de principio, lo que era exigible consistía en una decisión al más alto nivel (Romano Pontífice) tendente a extirpar de una vez por todas tan maligno cáncer. No se ha considerado oportuno hasta ahora. Durante siglos se prefirió erróneamente lavar tales debilidades (trapos sucios) en casa, esto es, se optó por no airear y por ocultar, por no denunciar a un ‘hijo’ (sacerdote presuntamente culpable) ante la Autoridad estatal y por no colaborar en la persecución del delito (sanción penal). ¡Grave infidelidad al Evangelio! Gravísimo error en el gobierno pastoral universal y local, que tradicionalmente ha venido configurando un aspecto esencial del tenor de la respuesta de la Iglesia a este delito.

Y, en éstas hemos estado, en discutir si son ‘churras’ o ‘merinas’, sin advertir que estábamos  alejándonos y distanciándonos  del Evangelio y sin advertir que ello implicaba un evidente contra testimonio, que la Iglesia jamás debió permitirse.

Dicho de otro modo, la Iglesia hizo suya la tendencia (presente también en los Estados) a calificar ciertas materias y cuestiones, dada su específica gravedad y trascendencia, como zonas reservadas, regidas de hecho por una aura de secretismo y por una cierta distancia normativa.

El problema de dicha posición de principio respecto del abuso sexual del clero radicaba (y radica) en los problemas específicos de relación (testimonio) con el Evangelio. Pero, no obstante lo cual, efectivamente, así se hizo, así se impulsó y así se aplicó en toda la Iglesia. Se prefirió ocultar y no airear frente a dar testimonio evangélico y atajar el mal. La decisión a favor de lavar los trapos sucios en casa se rodeó de hecho con un verdadero secretismo que, en los últimos tiempos, se le dio carta de naturaleza normativa al disponer Juan Pablo II (2001) y Benedicto XVI (2010) que estas causas están sujetas al secreto pontificio, que había establecido, con la aprobación de Pablo VI, la Secretaria de Estado mediante la Instr. Secreta continere, de 4 de febrero de 1974. De este modo, el secreto pontificio se encuadró, efectivamente, en “….esa ‘arcana imperii’ que tantas veces se esgrime como ‘razón de estado’ para justificar los secretos del poder”, y que, en el ámbito de la Iglesia (Evangelio), tienen muy difícil (por no decirnulo) encaje. Y así (alejados de hecho del Evangelio) hemos llegado a nuestros días.

Los sucesivos Papas del s. XX  y XXI han seguido  -por increíble que parezca-, presuntamente, la política tradicional. No se han atrevido a enfrentarse de cara con la realidad de lo que ocurría. Han preferido callar y ocultar (discreción), han buscado que no se supiera, que no trascendiera al exterior, que no se diera a entender  que en la Iglesia pasaban esas cosas. Y, suma y sigue. Este es, a mi entender, el punto central del problema: no atreverse con la realidad, aunque sabían que era manifiesta su incompatibilidad con el Evangelio. El encubrimiento era, por tanto, obligado y estructural desde tiempos inmemoriales.

Nos ha contado José María Castillo su experiencia personal de educador en un seminario en España. Eran los tiempos de Pío XII. El hecho, público y notorio, consistía en el abuso sexual del Rector con varios seminaristas. ¿Cómo se reaccionó ante semejante abuso de poder y autoridad?   Como siempre: “Y lo peor del caso es que, (…) a los responsables del seminario nos llegaban repetidos e insistentes documentos, que nos mandaban de la Santa Sede, en los que se nos prohibía con severidad que se divulgara lo que había sucedido en el seminario. La preocupación, que se nos transmitía, se reducía a mantener oculto el abuso y el delito, que se había cometido”. Lo de siempre: pura hipocresía y total ceguera, verdadero contra testimonio.

El mismo criterio, como hemos dicho, siguió vigente con los sucesivos Romanos Pontífices. Ni siquiera el nuevo clima suscitado por el Vaticano II cambió el tenor de la respuesta.  El papa Francisco ha querido coger el toro por los cuernos  y  cambiar radicalmente el tenor de la respuesta de la Iglesia a estos asuntos. Pero, no controla la Curia. Las resistencias son muy fuertes y está imperando, después de cinco años de gobierno, entre el pueblo fiel el desconcierto y la desconfianza. Se está varado en la playa.

Si algo positivo ha tenido, no obstante, la resistencia al papa Francisco en este asunto, ha sido que ‘los resistentes’ se han sentido obligados a defender sus puntos de vista, sus razones y argumentos y lo han hecho de modo explícito y público. De alguna forma, han tenido que dar la cara, aunque sea por medios interpuestos. Es más, como hemos puesto de manifiesto, la propia Congregación para los obispos (según informaciones de primeros de febrero de 2016) habría estado, presuntamente, propiciando (a través de un Programa de capacitación de los nuevos Obispos) una orientación abiertamente contraria a la querida por Francisco: los Obispos ‘no tienen la obligación’ de denunciar a los sacerdotes a la autoridad estatal correspondiente. ¡Increíble! Nadie ha negado la citada información ni nadie ha exigido responsabilidades al respecto. Es más, y para mayor inri, el Programa habría sido elaborado, presuntamente, por Mons Anatrella, cuyo comportamiento ha sido puesto claramente en entredicho. ¡Qué cosas hay que ver en esta santa Iglesia!

En definitiva, todo está muy  claro. Es cuestión de voluntad, de realizar las reformas que demandan las circunstancias y, sobre todo, que reclama la fidelidad  al Evangelio. Háganse, de una vez. La verdad y la realidad de lo que ha venido ocurriendo, aunque haga daño  reconocerlo, es evidente. Lo que ha fallado (y, en parte, está fallando todavía) es perfectamente sabido: el Papa esta atado por una extensa red de resistencias, que no acaban de superarse. ¡Mal panorama!

Se trata –digámoslo con claridad-, por coherencia, por fidelidad, por testimoniar lo que se dice creer, de cumplir y llevar a la práctica lo, previamente, fijado normativamente, a donde quiera, como dijo Francisco, que lleve. Pero, ¿qué pasa que no se hace? ¿Acaso no puede? Está en juego la credibilidad y fiabilidad misma de la Iglesia y de sus Pastores y la del propio Francisco. Ya se les están acabando las oportunidades.

¿Cómo es posible que no se entienda que, si no cambian, no pueden aparecer y presentarse como  pastores y guías del pueblo de Dios? ¡Lo que hay que ver!.

Se trata, Mons Ladaria, de elevar a criterio o principio normativo la opción a favor de la  no ocultación en ningún caso y de la colaboración siempre con la autoridad civil correspondiente. Se puede proclamar y manifestar públicamente (palabras). Pero, se ha de traducir necesariamente en norma sustantiva y procesal mediante la correspondiente reforma canónica. Ésta es, en gran parte, su tarea al frente de la CDF.

Actualizado: 14 de marzo de 2022 ,

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