La primera frase del sermón del martes pasado, 26 de junio, que como siempre de lunes a jueves comenzó unos minutos después de las nueve de la mañana, decía lo siguiente:
“Ante el fenómeno de la inmigración todos los fantasmas andan sueltos”.
Su autor es el mismo Iñaki Gabilondo a quien muchos conocimos cuando apareció en TVE leyendo un comunicado que, aunque no lo podía confesar, la mayoría se dio cuenta de que se había redactado minutos antes a punta de pistola. Sí, fue durante la tarde noche del 23 de febrero de 1981, un momento que quedó grabado para siempre en la mente de todos, y más en la del periodista, que lo vivió en primera persona. No me extrañaría en absoluto que cuando habla de “fantasmas sueltos” lo que le esté pasando por la cabeza, incluso de manera no consciente, sea el peligro de la violencia.
Antes de entrar en lo del título, parece fácil coincidir en la idea de que los problemas que llamamos transversales, como lo son los de género, los de los independentismos o los de las grandes migraciones, son los que portan mayor potencial destructivo de los sobreentendidos que nos permiten comportarnos con los demás respetando el instinto de conservación colectivo. Son problemas que atraviesan a las sociedades por planos distintos al clásico de dominantes y dominados, pues para este binomio sí que existe toda la legislación necesaria, y más, que bloquea cualquier cambio profundo del “statu quo” existente, siempre a favor de los que llamaremos “ricos”.
Cerrado el paréntesis, mientras escuchaba a Iñaki el primer recuerdo que me vino fue el de Petra Lázsló, aquella periodista húngara que terminó siendo condenada a tres años de libertad condicional por poner zancadillas, por supuesto violentas, a refugiados sirios que pretendían entrar en su país. Ni siquiera se paró ante uno que llevaba un niño en brazos.
Después releí prensa de papel atrasada y me encontré con Santiago González, un opinador español que escribe en “El Mundo” columnas apaisadas como las de Raúl del Pozo, pero casi siempre al pie de páginas interiores. Por poco que lo leas, inmediatamente te das cuenta que escribe como si fuera muy de derechas. El día 18 de junio y con el título “Gesta decente” opinaba en la página 16 sobre la decisión del gobierno de Pedro Sánchez por la que se autorizó el atraque en Valencia del buque “Aquarius”, tras ser rechazado por Italia y Malta, para desembarcar 629 pasajeros, todos migrantes. La primera frase del citado artículo de González decía lo siguiente:
“Cada vez que un socialista invoca la decencia es como cuando Goebbels oía la palabra ‘cultura’. Los que no tenemos revolver al que echar mano, nos limitamos a refugiarnos en una perplejidad melancólica.”
Seguí leyendo otras cosas y más adelante, en la página 4 del diario “Última Hora” de Baleares correspondiente al 22 de junio me crucé con Amaya Michelena, una periodista cuyas palabras también he visitado ocasionalmente y que parece persona sensible a las desgracias que sufren los demás, especialmente las de carácter colectivo que nacen de la política. Mantiene una presencia constante en Internet y la primera frase de su artículo “Los niños enjaulados de Trump” era esta:
“Las redes sociales están hirviendo desde que salieron a la luz las estremecedoras imágenes de niños encerrados en jaulas y separados de sus padres tras la aplicación de las leyes migratorias en Estados Unidos. Donald Trump, claro, se ha comido el chaparrón y ya está intentando dar marcha atrás antes de que su imagen se deteriore tanto que alguien le pegue un tiro”.
Prescindo de buscar lo que puedan haber dicho los habituales de la amenaza como manera de ofrecerse a sus lectores y cierro la hemeroteca, no sin antes advertir que podría estar proliferando el cáncer sembrado sin descanso por elementos como Jiménez Losantos, que cuando no quiere ametrallar a cualquiera de Podemos es porque está bombardeando juzgados alemanes, siempre con nombres y apellidos y en la más absoluta impunidad.
Como todo aquel que siente el impulso de escribir, pienso que en muchas ocasiones es una idea en forma de rayo la que nos precipita sobre el teclado, y que no nos resistimos a la tentación de plasmarla en la primera frase del artículo. Tanto González como Michelena piensan en violencias muy distintas como manera de resolver el problema de las migraciones.
Casi ofende a la inteligencia de quien esté leyendo esto opinar sobre la violencia que nos propone González, que parece frustrado por no disponer personalmente de una pistola y empezar a matar socialistas por el único hecho de presumir de decencia, quizás ahora porque lo hacen desde el Gobierno, para dar respuesta a una tragedia con gran repercusión mediática.
Michelena, en cambio, habla de esa especie de violencia espontánea, selectiva y justiciera, la que nace de la misma sociedad en defensa propia contra los asesinos que periódicamente engendra, pero que casi siempre fracasa y después vienen las guerras. A casi todos se nos ha pasado alguna vez por la cabeza, y algunos incluso hemos comentado con los cercanos de confianza, la frustración por el hecho de que a lo largo de la historia hayan faltado quienes fueran capaces de organizar a tiempo atentados exitosos contra Hitler, Franco, Mussolini u otros asesinos natos, pero antes de que pudieran desplegar todo su poder criminal.
¿Es posible no desearle lo peor a alguien que odia tanto como Trump?