De nuevo ha acaparado usted la atención social española con su última jugada de tahúr. Ha contratado para dirigir al primer equipo de su club de fútbol al seleccionador nacional, Julen Lopetegui. Acto éste que, en este mundo del deporte-espectáculo en el que usted se mueve con auténtica maestría, no tendría nada de excepcional si no fuera porque lo perpetró a un solo día de iniciarse el Campeonato Mundial de Selecciones Nacionales, que la Federación Española (empresa en la cual trabajaba el señor Lopetegui hasta el momento de autos) se enteró del cambio de camiseta en el ultimísimo momento y, finalmente, por el evidente proceso de zozobra que ha provocado usted en el equipo que pretende representar a toda la ciudadanía futbolística en un movimiento egolátrico de autoafirmación y sin reparar en absoluto en los posibles sentimientos o circunstancias coadyuvantes del resto de los actores protagonistas en este descacharrante vodevil pseudodeportivo.
El fichaje de su última pieza mediática, señor Pérez, no nos merecería más comentarios que los estrictamente anecdóticos si no fuera por su coincidencia en el espacio temporal con otros dos acontecimientos que sí marcan la evolución progresivamente degradada de nuestro país: la sentencia condenatoria firme del Tribunal Supremo que envía a prisión Iñaki Urdangarín, cuñado del jefe del Estado, y el cese camuflado de dimisión del flamante ministro socialista de Cultura y Deportes, Màxim Huerta, cuando con menos de una semana en el cargo los medios de comunicación han descubierto y publicado que también ha sido protagonista activo de condena penal, en este caso por fraude a la Hacienda Pública.
Las condenas a Urdangarín y Huerta, cada una en su ámbito de alícuota responsabilidad, ponen una vez más en evidencia las terribles carencias que padece el Estado en España y, también, su debilidad para anteponerse con solvencia a los desvaríos que en toda acción humana se pueden llegar a cometer.
En el caso del señor Urdangarín, destacar que todas las fechorías que se le han probado en sendos juicios en la Audiencia de Palma y en el Tribunal Supremo fueron cometidas al amparo de la capa protectora otorgada desde la Jefatura del Estado. Ninguno de los delitos acontecidos se entienden sin el prevalimiento que el señor Urdangarín atesoraba ante los políticos que apoquinaban sus iniciativas presuntamente benévolas y sin considerar como elemento fundamental y completamente necesario en la comisión de los mismos el ser consecutivamente esposo de la Infanta Cristina, yerno del Rey Juan Carlos y cuñado del Rey Felipe, a las horas de los hechos, Príncipe de Asturias.
La sentencia a cinco años y diez meses de cárcel a Urdangarín no es más que la sentencia a una Jefatura del Estado que durante mucho tiempo no quiso o no supo ver que se aprovechaban de su preeminencia en la sociedad española para otorgar fondos públicos de manera irregular a uno de sus más destacados miembros. Y esa misma Jefatura del Estado es la que no supo reaccionar a tiempo y amputar sin contemplaciones su miembro tumoroso, realidad que ha desembocado en la metástasis actual de descredito de la monarquía española, desafección a los poderes públicos y crisis constitucional que anida con fuertes raíces en muchos de los ciudadanos españoles.
Y si de república bananera es que el yerno del rey se embolse millones de euros simplemente por ser quien es, más triste es comprobar cómo en el ámbito de la política partidista no son seleccionados para gobernarnos aquellos a los que objetivamente podemos calificar como los mejor preparados, sino los que en la foto oficial aportan un grado mayor de presunta empatía mediática. Màxim Huerta no sumaba en el flamante gobierno socialista de Pedro Sánchez ni experiencia personal en la gestión de los asuntos públicos ni un bagaje destacado de aportaciones creativas en el ámbito de su vida profesional privada que nos hiciera suponer la implantación de políticas activas destacadas en el marco de la generalización de la cultura y el deporte como elementos de mejora social.
Huerta era un florero, un reflejo de purpurina, un broche en la solapa, una pegatina colorida, un subrayado fluorescente en una página gris. Pero nada más. Y la política, la Política con mayúsculas, es algo más, mucho más, que una ocurrencia. Huerta fue la ocurrencia de alguien del entorno de Sánchez o del mismo Sánchez para hacer un guiño mediático. Un guiño al que no se le miró el doble fondo y que acabó siendo una mueca de asco.
Y así como la sentencia de Urdagarín muestra la debilidad ética de nuestras instituciones, el nombramiento de Huerta refleja la falta de compromiso firme con el bien público general de nuestros gobernantes. Dos reflejos paralelos de la situación en la que se hunde España.
Y usted, señor Pérez, es una cuenta más en este ya largo rosario de tropiezos consecutivos y permanentes cometidos por los que, en teoría, deben ser nuestros referentes. Un rosario de egoísmos y banalidades concatenados que frenan el verdadero objetivo de la gestión pública, que es, ni más ni menos, que la felicidad de los ciudadanos.
Aunque, y eso debemos descargarlo en su favor, estos mismos ciudadanos que se contorsionan en el borde del precipicio de la permanente crisis institucional y económica española son los mismos ciudadanos que en el momento de valorar todos los acontecimientos que les afectan y sobre los que se está construyendo su futuro y el de sus respectivas familias otorgan muchísimo más valor referencial al fichaje de Julen Lopetegui por el Real Madrid que a la sentencia condenatoria del cuñado del Rey por delitos penales o al cese de todo un flamante ministro por haber defraudado a Hacienda.
Ya lo ve, señor Pérez, usted es el reflejo de esta España que naufraga, pero lo es con el aplauso de unos y la máxima atención de todos los que naufragan.