Mi primer acercamiento a la palabreja en cuestión la tuve siendo un preadolescente de 11 o 12 años cuando un día, en el patio del colegio, me encontré con una pequeña discusión entre varios compañeros. En dicho debate, una niña –que, ojo al dato, ya entonces se identificaba como red skin– llamó “facha” a otro niño del grupo. Lo cierto es que ya ni recuerdo porqué ni en qué contexto. Yo, extrañado, les pregunté qué era ser facha y me respondieron que era “defender a España”, tras lo cual asentí con indiferencia y con una inocente –más bien estúpida– naturalidad y dije “pues entonces yo también soy facha”. No es ningún secreto que los niños tardamos más que las niñas en madurar. Y algunos más que otros.
Dicho término cayó para mí en el olvido hasta no muchos años más tarde, cuando empezó a brotar en mí una curiosidad insaciable por la historia e, incipientemente, también por la política –sí, yo era de esos raritos de la clase–. Fue entonces, bien por el colegio o bien por descubrirlo por mi cuenta, cuando estudié y comprendí el concepto de fascismo y lo relacioné con el mencionado “facha”, espantándome en el camino por el uso que se le daba en algunos sectores sociales. Francamente, los años han ido pasando y no veo una mejoría con respecto aquellos días, más bien al contrario.
Por cuestiones históricas, los españoles somos y hemos sido siempre un pueblo polarizado. El “conmigo o contra mí” es tan consustancial a nuestra existencia como la gastronomía, el sol, la siesta o la lengua española. Para nosotros no existe ningún valor o crédito en el adversario, por lo que la mejor manera de desacreditarle es llevarlo todo al extremo opuesto de los “rojos y azules”, según convenga, y atacar desde ahí con la confortante sensación de tener detrás a un grupo de tu sector ideológico. No importa que el fascismo sea algo más que simplemente ser de derechas. De hecho, es mucho más y, en ocasiones, incluso contradictorio con la derecha política y el pensamiento liberal. Pero qué más da, con lo fácil que es espetar un “facha” al que suena mínimamente disconforme con la corriente de lo políticamente correcto de odiar todo lo que suene vagamente a España o al pensamiento conservador, ya se diga en el bar o en la tribuna del Congreso.
Las expresiones de esta problemática se suceden día tras día en todas las facetas de la vida. Basta ver la alegría con la que algunas fuerzas políticas ven fascismo en todas partes, menos en sí mismos. La penúltima situación de este tipo la vimos hace unos pocos meses cuando la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, retiró el nombre de una calle de su ciudad al Almirante Pascual Cervera, para dársela al difunto actor Pepe Rubianes. Dicho cambio puede parecernos bien o mal, pero es que en dicho acto a la alcaldesa no se le ocurrió otra cosa que decir que Rubianes estaría feliz de ver como “le quitan el nombre a un facha” para dárselo a él. Para el que no quiera perder medio minuto en googlear el personaje del Almirante Cervera –cosa que recomiendo–, le diré que éste murió en 1909, es decir, casi veinte años antes del nacimiento del fascismo en Europa. Supongo que lo de “almirante” le pareció indicio suficiente a la alcaldesa para colocarle la etiqueta. Dicho episodio me indignó especialmente, pero no es sino un ejemplo de muchos que, seguro, todos veréis a diario.
De este modo, amigos, es como tenemos una sociedad en la que la acepción actual del término “facha” o “fascista” no es otra que “dícese de todo aquel que piensa distinto a mí”, banalizando el concepto de tal manera que incluso suene atractivo para algunos, con el riesgo de que, cuando asome el verdadero fascismo no sepamos identificarlo. Quien olvida su historia está condenado a repetirla. Y es que, así, yo también soy facha.