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¡NO VOLVAMOS A LAS ANDADAS!

A finales del mes pasado (25.04.2018), Felipe Fernández-Armesto, se posicionaba, en las páginas de “El Mundo”, frente a la supuesta actitud vaticana respecto de dos libros recientes (The Dictator Pope, de Henry Sire, y The Lost Shepherd, de Philip Lawler) y en relación al presunto intento, encargado al mayor bufete de abogados del mundo, Baker Mackenzie, a fin de cerrar el portal español Infovaticana. Actitud que, en cualquier caso, sorprende y pondría sobre la mesa del debate una nueva dimensión (inédita, pero definitoria) del Papa argentino.

Esta especie de ventolera puede verse, por desgracia, confirmada en la Homilía en Santa Marta, el primer viernes de mayo del año en curso. ¡Qué casualidad! Francisco se refiere, al explicar y glosar el texto litúrgico del día (Act 15, 24-31), a la función episcopal como acción de velar, vigilar, confirmar el rebaño. Todo, en principio, normal  si no fuera por una coletilla añadida, que encierra, en mi opinión, un mensaje oculto (o no tan oculto) en clave de respuesta a las críticas que arrecian en el interior de la Iglesia. Escuchemos con atención: "Los que se habían presentado para defender a la gente como ortodoxos de la verdadera doctrina -dijo el Papa-, creyendo que son los verdaderos teólogos del cristianismo, habían desorientado al pueblo. Los obispos son quienes lo confirman en la fe”.

Ya, en el encuentro en el Centro Hurtado (Santiago de Chile), el Papa se refirió de modo explícito a que “algunas resistencias vienen de personas que creen poseer la verdadera doctrina y te acusan de hereje” (OR 9, 2018, 4).

Es más, esta perspectiva puede detectarse, por poner otro ejemplo reciente, en las últimas declaraciones del Cardenal Rodríguez Maradiaga (RD) en las que subraya que los críticos “buscan el escándalo a toda costa” y que  “…  no podemos encerrarnos en una determinada línea de opinión”. Incluso afirma: "’Caray, si yo tuviese ese colaborador, ya le hubiese mandado a paseo’. Pero él tiene otra manera”.

Sin duda,  algo crea tensiones y algo origina resistencias. Es obvio. Se viven tiempos muy difíciles, de verdadera tribulación, de polémicas, supuestamente, falsas y antievangélicas. Se provoca y se puede caer en la siempre peligrosa tentación de entrar al trapo. ¿Cuál debería ser la actitud evangélica a seguir?  ¿Todo se está haciendo bien ahora mismo en la Iglesia? ¿No es posible la crítica a las reformas? ¿Cómo, en todo caso, reaccionar ante la crítica?

  1. Una tentación siempre presente

Desde la celebración del Vaticano II, la Iglesia, no obstante las apariencias externas,  ha vivido un tiempo especialmente difícil, ha padecido una muy grave enfermedad. Ha ejemplificado un tiempo de cierta incoherencia con la verdad que  decía profesar. Ha gastado sus mejores energías en un intento inútil de contención y restauración. En su seno se han producido grandísimos escándalos y, por ellos, ha perdido a chorros su credibilidad y fiabilidad. Hemos asistido a un tiempo en el que no siempre ostentaban las funciones de gobierno las personas más idóneas (débiles, pero fieles). Hemos superado la cima del más absoluto clericalismo  y de un claro afán carrerista. En definitiva, se activaron múltiples ‘resistencias’ (todavía subsistentes) a fin de “relativizar” y “aguar” el Concilio  Vaticano II.

Por increíble que pueda parecer, nos hemos pasado cincuenta años secundando las “resistencias” oficiales al espíritu conciliar. Las resistencias, en este oscuro periodo, provenían de quienes ostentaban el gobierno pastoral en la Iglesia y disponían, por tanto, de todos los resortes del poder eclesiástico. Las pequeñas críticas, las divergencias de opinión, las mínimas resistencias fueron aniquiladas de raíz. No se consintió el más mínimo disentimiento. El malhadado Santo Oficio cumplió a la perfección con su trabajo. Se hizo todo lo imaginable. Se reforzaron magisterialmente lo que no eran, a veces, más que opiniones doctrinales de ciertos expertos. No se tuteló la libertad de conciencia y de expresión. Se acalló (Ratzinger) a los teólogos díscolos. Todo, en  el gobierno pastoral, provenía por mandato superior y había que aceptarlo sin rechistar. Se contaba con  aguerridos cuerpos fundamentalistas, muy instruidos en la práctica de la ‘damnatio memoriae’ (condenar al olvido), de la exclusión y de la acusación permanente de traidor, de la descalificación y del chismorreo indecente.

¡Qué pena! ¡Qué Iglesia! ¡Qué comunidad viva de seguidores de Jesús!

Pues bien, esa misma tentación, ese mismo clima, ese mismo talante y hasta esos mismos métodos pueden repetirse. No lo excluyamos de antemano. El hecho de que Francisco esté abordando con coraje el mandato reformador no justifica, en modo alguno, posiciones –a diario se ven en algunos medios de inspiración religiosa- de apoyo al mismo mediante la descalificación  absoluta y personal del contrario. La crítica (ya lo enseñaba Congar) puede hacerse “sin amor, sin respeto, con deseos de denigrar y tal vez con odio”. Estas actitudes no tienen amparo ni son propias de los seguidores de Jesús. El unirse al espíritu reformador, activado ahora en la Iglesia, no justifica el que pueda hacerse cualquier cosa ni, menos aún, ampara el cómo  se haga. No quien opine legítimamente de otro modo ha de ser  acallado, perseguido, desacreditado, marginado.

Tales actitudes (pueden transitar en ambas direcciones) acaban por enfermar la comunidad (comunión). Tales actitudes ya las padecimos y las criticamos. No las repitamos ahora. No volvamos a las andadas. Testimonio. Que cada cual se examine a sí mismo.

No hagamos juicio de intenciones. No sembremos la división y no establezcamos muros entre nosotros. La mera repetición de tópicos, encarnados supuestamente por ciertos miembros de la recién nombrada Jerarquía, no les libera de la crítica. Comparto plenamente la idea expresada por  Cardenal Mons Tobin: “El reto más grande al que la Iglesia se enfrenta hoy es el abismo entre la fe y la vida”. En realidad, siempre lo fue. Aquí es donde radica la verdadera reforma pendiente. Aquí reside para todos –Jerarquía y pueblo fiel- la gran piedra de toque y la suprema autoridad para hablar en el interior de la Iglesia. Y, aquí es,  precisamente, donde todos fallamos y mucho, muchísimo. Reformas de estructuras, pero coherencia entre fe y vida. Debemos realizar, sobre todo, una “plena refundamentación evangélica” (Congar).

  1. Discernimiento

Es cierto que hablar de pluralismo en la Iglesia siempre se ha visto (creo que sigue viéndose) con malos ojos. Sin embargo, es una realidad innegable. Lo que nos ha ocurrido es que, a base de no admitirlo en la práctica y a base de no respetarlo de hecho, hemos laborado con intensidad en lo contrario: imponer  imposibles uniformidades. Han transcurrido cincuenta años después del Vaticano II y nos ocurre que no estamos acostumbrados a lo evidente, a la realidad siempre diversa, cambiante y plural, a la vida misma. Ya sé que puede aparecer más cómodo lo contrario. Pero, la realidad se impone. Lo cual, por otra parte, nos obliga a todos (Jerarquía y Pueblo de Dios)  “a un viaje al centro del propio yo y al núcleo del cristianismo” (Benedicto XVI). ¡Casi nada!

Cuando ahora mismo, la Iglesia está empeñada en un profundo proceso de reformas de todo tipo, cuando se busca vivir el espíritu conciliar, se echa de menos la presencia de una consolidada opinión pública en la Iglesia. Se lamenta no haber sido capaces (en cincuenta años de postconcilio) de asentar una opinión crítica, como ya demandaron teólogos del nivel de Congar, Rahner, Metz, etc. Ahora pagamos las consecuencias: Pocos, muy pocos (ni siquiera la Jerarquía) entendemos en la Iglesia del momento el sentido de lo que es ‘el pleno servicio evangélico al mundo’  y la indispensable aportación que supondría una crítica responsable y comprometida. ¿Por qué hemos de temer  tanto al Concilio Vaticano II? No imitemos el pasado, no tan lejano.

Se debe recordar a todos, sin excepción, que “la crítica no es siempre algo negativo, supone poner a prueba tanto cuando aprueba como cuando contradice. Debe ejercerse siempre, y ejercerse libremente”, decía el gran maestro dominico Congar.

Pretender llevar adelante el proceso de reformas sin que surjan resistencias (se han pasado cincuenta años apoyándolas) es una pura utopía. Pretender que ante las reformas no se expresen, incluso, críticas fundadas, me parece  no estar en la realidad de las cosas. Las grandes reformas es mejor que se abran al debate y a la discusión, a la  aportación de muchos, a la expresión de las más diferentes reacciones. Todo puede mejorarse y en todo puede haber una parte de verdad. Todos deberíamos tener ya asumido que, a veces, el mejor servicio que se puede prestar a una institución es la crítica. No caigamos en la idea (error), que denuncia Fernádez-Armesto, de considerar la expresión de cualquier opinión contraria a la propia (a la de la Jerarquía) como ofensiva o injuriosa. Encierra, sin duda, un modo sibilino de  hurtar y silenciar el debate. Este modo de posicionarse no, necesariamente, está ausente de ciertos ámbitos eclesiales. Siempre se ha utilizado como instrumento de cierta represión del contrario. No caigamos en lo mismo que tantas veces hemos criticado.

En esta misma línea de reflexiones, me parece que, ante las actuales y evidentes situaciones de confusión, tampoco parece oportuno mirarse y resignarse al  estéril contemplarse como perseguido y resistido, a tenerse simplemente como víctima y objeto de oposición. En momentos de turbación, de duda, de desolación y de resistencias (Doctrina de la tribulación en RD) hay que dar un paso más allá de las simples lamentaciones. Hay que discernir  y orientar la acción al núcleo mismo del evangelio, que no es otra que la coherencia entre fe y vida.

Dicho lo anterior, el criterio a seguir ante las críticas no consiste, de un modo u otro, en crear un ambiente represivo, que mine la libertad de opinión. Sería muy negativo para la propia institución. “La mejor respuesta a los alegatos falsos es desdeñarlos; y cuando son creíbles contestar racionalmente con las pruebas que los desmienten” (Fernández-Armesto). Siempre es aconsejable la prudencia y la paciencia, no potenciar la no probada credibilidad de los críticos. Personalmente, sería partidario de revocar tales presuntas medidas contra voces críticas y demostrar así ante el mundo entero que, como ha sugerido el ilustre Profesor de la Universidad de Notre Dame,  “la Iglesia sea un lugar de seguridad para opiniones diversas, donde la caridad es el único medio de control”.

Actualizado: 14 de marzo de 2022 , ,

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