Sensibilizado como estaba, el día 2 de marzo de 2016 me llamó la atención un artículo de prensa que alertaba sobre los saldos positivos que aún aparecían en cuentas bancarias a nombre de Unió Mallorquina, un partido político inactivo desde hacía varios años, contra el que la justicia había demostrado financiación ilegal y que tenía encarcelados por corrupción a sus principales dirigentes. Pensé que tenía cierta lógica que los titulares con firma y DNI en esas cuentas no hubieran dado la cara ni para llevarse la pasta, pero también que era probable que una parte de la resistencia viniera de los bancos, seguro que con formalismos y, mientras tanto, es decir, años, mantener cuentas a las que cargarles las preceptivas comisiones y gastos de mantenimiento, pues no hablamos de dinero negro. En cualquier caso, el hecho me hizo pensar en un vacío legal ante situaciones como la descrita, y no parece que los políticos tengan el menor interés en llenar.
Resulta que en aquella misma fecha aún confiaba en la votación que dos días después tendría lugar en el Congreso de l@s Diputad@s. L@s de Podemos tenían en su mano decidir el nombre del Presidente del Gobierno y me encantaba la idea de que los de M. Rajoy comenzaran a dar cuentas ante los tribunales sin protegerse con el mejor de todos los blindajes posibles.
Optimista pues, 48 horas antes de aquella incalificable decisión política, escribí “¿Qué hacemos con los bienes del PP? Primera parte”, pues estaba seguro de que, desalojados de La Moncloa, los de Rajoy iniciarían un proceso lento pero sostenido de descomposición, animado por los cánticos que desde Gúrtel, Púnica, Lezo, Acuamed, Brugal, Emarsa y otros coros seguirían dando trabajo a los juzgados. Y “alas” a cantidad de “pájaros” para salir huyendo de unos “nidos” a los que ya nadie traería alimento.
Dos años después de aquella decepción no sé si han sido las movilizaciones independentistas, las pensionistas, las feministas, las encuestas, la primavera que se acerca o todo a la vez, que es lo más probable, pero lo cierto es que me han vuelto las ganas de comenzar con la segunda parte.
Conviene que los partidos que aún pueblan la mayoritaria oposición intenten legislar algo para que policías, jueces instructores, inspectores de Hacienda y resto de protagonistas de la limpieza que viene puedan realizar bien su trabajo, aunque los delincuentes destruyan, por poner un ejemplo fácil, todos los ordenadores de Génova número 13, en Madrid 28004, y cuevas parecidas.
También sería muy necesario estar prevenidos ante las fusiones de partidos políticos. Para seguir con “casos de éxito”, el inmenso patrimonio acumulado por el PP, procedente de fondos públicos en su mayoría, pero también de la corrupción, puede abrir el apetito financiero a cualquiera, estoy pensando en Rivera y los suyos, capaces de inventarse fusiones políticas que podrían gestionar creando situaciones de hechos consumados que provocarían gran confusión en medio de vacíos legales. El resultado final es que podrían quedarse con la parte del león y, si además ganan las elecciones, podrían dificultar la investigación de irregularidades y terminarían transfiriendo las deudas a los de siempre, el pueblo llano, o la clase media que tanto gustan de halagar.
Se me ocurre que, para cortar por lo sano, habría que innovar legalmente sobre las fusiones entre partidos políticos, pues una situación como la actual, caos dentro de una olla a presión, puede dar lugar a escenarios que hoy no podemos ni imaginarnos.
Quizás la normativa sobre fusiones de los partidos políticos debería contemplar dos procesos distintos.
La parte puramente política, es decir, la de creación de una nueva marca, recomposición de los ficheros de afiliados, programas políticos y electorales, etcétera, puede ser automática a partir de las decisiones democráticas internas.
En cambio, la fusión o trasvase de activos debería condicionarse a auditorías previas y externas de las organizaciones implicadas, aunque no penda sobre ellas ningún procedimiento judicial con embargos o cautelas similares. La revisión de los títulos de propiedad, el origen de los fondos disponibles, las deudas con terceros, el estado de la contabilidad y el resto de actividades de estos procedimientos de control resultan imprescindibles.
Y, por supuesto, nada del Tribunal de Cuentas, un organismo inútil por delante del cual han pasado miles de millones de euros sospechosos, o directamente ilegales, y no han dicho ni hecho nada. Como si sus miembros no leyeran la prensa cuando bajan a tomar café por las mañanas o no vieran la televisión cuando cenan por la noche en sus casas.
La otra solución, quizás la mejor, podría ser la de aprobar una ley que establezca que los bienes en poder de cualquier partido político que se disuelva, o desaparezca para integrarse en otro, queden sometidos, de manera provisional, al control del Estado. Cuando una empresa privada muere, por propia voluntad o a la fuerza, sus activos se colocan en el mercado o se liquidan tras cancelar deudas. ¿Por qué motivo tiene que ocurrir algo tan distinto con los bienes de los partidos políticos, que son los más públicos y sospechosos de todos?