Gràcia lo ha narrado en primer persona en un artículo de Verne. Adjuntamos el texto de Gràcia en el que explica su experiencia:
"No sé cuántas horas llevo encerrado en esta cueva subacuática, a 900 metros de la superficie, aislado por estrechas y turbias galerías inundadas. Posiblemente sean días, porque el ordenador de buceo se ha quedado sin batería y no tengo referencias temporales.
Cuando mi compañero de buceo Guillem se ha marchado a buscar ayuda, hemos calculado que los espeleobuceadores de rescate tardarían en aparecer unas seis horas. Pero ya me he levantado a orinar muchas veces, por lo que seguro que han pasado muchas horas más.
¿Y si Guillem no ha llegado a la superficie? ¿Y si no ha encontrado la galería adecuada y se ha quedado sin aire por el camino?
Esta mañana -o quizás fue ayer o anteayer-, Guillem y yo explorábamos la Cova de sa Piqueta. Llevamos explorando el litorial balear desde 1994, y parece mentira que el accidente nos haya ocurrido ahora, con más de veinte años de experiencia a nuestras espaldas.
En nuestras primeras inmersiones usábamos equipos precarios y nuestra técnica era muy pobre. Entonces sí que éramos unos temerarios. Si salgo de esta, espero que me valga como recordatorio de que el desastre puede producirse en cualquier momento.
Me parece que estoy en una pesadilla de la que me voy a despertar en cualquier momento.
Lo que nos ha ocurrido ha sido un cúmulo de circunstancias desgraciadas. Yo he dedicado la mañana a explorar unas galerías y a recoger muestras de roca para llevarlas a la Universidad y determinar su edad y sus características. Guillem, por su parte, ha ido a otra zona para recoger datos topográficos.
Al acabar nuestros respectivos trabajos, cuando regresábamos a la superficie, hemos coincidido en una galería estrecha. Eso ha provocado que removamos los sedimentos y perdamos toda la visibilidad. El agua parecía chocolate.
Al perder la visibilidad, hemos seguido el hilo guía, que había de llevarnos hasta la salida. Pero, a mitad del recorrido, nuestras manos han tropezado con una roca. El hilo guía se había desprendido, y hemos estado más de una hora, a ciegas, intentando localizarlo sin éxito.
El aire de nuestras botellas empezaba a escasear, así que, tomados de nuestras manos, hemos buceado hasta alcanzar una sala cercana, en la que había aire y un lago. Ahí, un poco más tranquilos y con el cuerpo fuera del agua, hemos diseñado nuestra estrategia.
La única forma de llegar hasta la salida, sin pasar por la zona de nuestro accidente, implica seguir una ruta bastante más larga. A unos 300 metros de la entrada de la cueva hemos dejado unas botellas de aire. Pero no nos queda aire suficiente para que ambos recorramos los 600 metros que nos separan de esas botellas.
Guillem es más delgado que yo, lo que hace que se mueva con más facilidad por las galerías estrechas y consuma menos aire. Además, como yo provengo del mundo de la espeleología, estoy más acostumbrado al aire viciado de las cuevas. Por estas razones, hemos decidido que sea él quien busque ayuda.
Mientras, yo me he quedado esperando, aquí, en esta sala. Por suerte, se trata de una cavidad bastante grande, de unos 80 metros de largo por 20 de ancho.
He dejado las botellas, las aletas y el resto del equipo en una parte alta, por si sube el nivel del agua, y me he recostado en una zona más o menos cómoda.
Tan solo me levanto de aquí para orinar en otro lado. A la vuelta, recojo un poco de agua en la parte superficial del lago, donde es más dulce. Y, cuando llego a mi rincón, vuelvo a ponerme el neopreno para evitar la hipotermia.
Y, por lo demás, aquí sigo, tumbado y a oscuras, esperando a que pasen las horas.
Desde nuestra entrada a la cueva, me está costando respirar por culpa del dióxido de carbono. Como parte de nuestras labores de investigación, solemos medir el nivel de CO2 en estas salas aisladas del exterior por galerías totalmente inundadas.
En Mallorca hay muchas de estas cámaras con gases de concentraciones muy variadas. Por ejemplo, en el interior de unas cuevas turísticas de Mallorca llamadas Coves del Drac, hay una sala hermosísima, que los turistas desconocen y a la que solo se puede llegar buceando. Esta sala contiene tanto CO2 que resulta imposible respirar sin botellas más de unos minutos. Se le conoce como Sala de la Bella Muerte por motivos obvios.
No sé la concentración que hay en esta sala, porque nunca habíamos llegado a medirla. Pero los compañeros que la encontraron me dijeron que, a primera vista, había bastante.
Yo también lo noto, porque me cuesta respirar. Normalmente, en el exterior, está presente en una concentración de 0,03% en volumen. Valores elevados por encima de esta cantidad pueden causar una aceleración en la frecuencia del ritmo cardiaco y del ritmo en la respiración, dolores de cabeza, parálisis respiratoria e incluso la muerte.
Me da la sensación de que en esta sala debe de estar entre un 2% y un 3%, por lo menos. Esto significa, además, que la concentración de oxígeno debe ser inferior al 18%, en lugar del 21% del exterior. Cada minuto que pasas en esta atmósfera viciada, te deterioras más. Y yo ya llevo muchísimas horas.
Si Guillem no ha logrado salir a la superficie, los dos estaremos perdidos. El recorrido que había de seguir era especialmente peliagudo, ya que había un tramo que, según nuestros mapas, carecía de hilo guía. Eso le obligaba a efectuar lo que en nuestra jerga llamamos un "salto". Y si se ha perdido, se le habrá acabado el aire de sus botellas. Su cuerpo yacerá ahogado en alguna de las galerías.
Si ha ocurrido eso, tampoco habrá podido informar sobre mis coordenadas, por lo que será muy difícil que me busquen en esta cueva. Y es lógico. A sabiendas de que en esta sala hay mucho CO2, seguro que priorizan la búsqueda en otras salas en las que podría aguantar más tiempo.
Para complicar un poco más las cosas, pronto me quedaré sin pilas en la linterna. Ya se han agotado las otras dos que llevaba y el foco de exploración principal. Cuando llegue ese momento, ya no podré moverme por la cueva. A los dos pasos acabaría precipitándome, porque la superficie hasta el lago es tremendamente escarpada.
Así pues, dentro de poco, tendré que tomar una decisión. Podría quedarme cerca del agua, en una posición más incómoda, para poder beber. O podría quedarme en este mismo sitio, alejado del agua, pero en una posición cómoda. Sea cual sea, mi decisión será irreversible.
Empiezo a pensar que llevo días esperando. ¿Cuatro? ¿Cinco? Últimamente he tenido visiones de ruido de burbujas y de luces que emergen del lago.
Al entrar aquí me había mentalizado para pasar seis horas. El pensamiento sobre la muerte siempre acompaña a los espeleobuceadores, como a todas las personas que desempeñan una actividad de riesgo.
En 2002 participé en un rescate y sacamos el cadáver de un chico de 27 años. Aún tenía su botella medio llena de aire, por lo que el chico debió morir por un ataque de pánico al verse allí atrapado.
De todas las muertes que puede sufrir un espeleobuceador, la mía puede ser de las peores. En las últimas horas le estoy dando más y más vueltas. Literalmente, me encuentro enterrado en vida.
Dentro de un tiempo, semanas, si el CO2 no remata antes la faena, moriré de hambre. O de hipotermia. Puede ser una agonía muy larga.
Y una vez que encuentren mi cadáver, ni siquiera podrán sacarlo de aquí, porque las galerías que hay alrededor son muy enrevesadas y será imposible manejar un cuerpo inerte.
Teniendo la muerte tan cerca, te planteas cosas que no te planteas normalmente.
Por ejemplo, si salgo de esta, trataré de hacer mejor las cosas. Estoy pensando en todo el tiempo que llevo sin hablar con personas que lo están pasando mal. Esa será una de las primeras cosas que haga, si es que lo consigo.
Y también prometo disfrutar de las cosas pequeñas y no enredarme más en problemas absurdos. Pero si no salgo... Tengo dos hijos, de 9 y 15 años. Ellos no se merecen un final así....
Un momento...
¿Qué es eso?
Oigo ruidos de burbujas y veo luces.
No puedo estar imaginándolo, oigo ruidos cerca. No puede ser otra alucinación. ¿Hola? ¿Bernat? ¿Eres tú? ¡Gracias a Dios! ¡Gracias!
Efectivamente, el rostro de Bernat, uno de los participantes en el rescate, puso fin a mi agonía. Desde que Guillem se marchó de mi lado, el sábado 15 de abril a las 17.30, hasta que me sacaron a la superficie, en la madrugada del martes 18, habían pasado dos días y medio. En total, 60 horas. Diez veces más de las que habíamos previsto.
Es lógico: había que preparar un dispositivo enorme en la superficie, tomar muchas decisiones, reunir a las personas más capacitadas. Habría sido imposible en tan solo seis horas.
Durante mi espera, los espeleobuceadores Juan Carlos Lázaro y Miquel Vives hicieron el primer intento de llegar hasta mí. Luego, Jhon Freddy Fernández y Bernat Clamor fueron quienes llegaron hasta la zona en la que me encontraba.
Al encontrarme, Bernat me dejó unos sobres de glucosa, que sirvieron para que me recompusiera, después de tanto tiempo sin comer ni dormir, y se marchó a avisar al resto de rescatistas.
Jhon Freddy y Bernat también se ocuparon de distribuir por las galerías el material que podríamos necesitar en el camino a la superficie.
Enrique Ballesteros, GEAS de la Guardia Civil, e Hilario Moreno, de la Federació Catalana d'Espeleologia, me acompañaron en el camino hasta la superficie. Conocía a ambos de compartir cuevas años atrás. Eran mis amigos y habían venido desde Barcelona exclusivamente para mi rescate. No podía estar en mejores manos.
La salida, pese a gozar de tan buen compañía, aún quedaba lejana: podíamos tardar una hora y cuarto en recorrer los 900 metros que nos separaba del exterior.
Después de casi tres días respirando una concentración tan grande de CO2, no andaba sobrado de energías. Por fortuna, otro de los aciertos de quienes coordinaron el rescate fue traerme tanques de nitrox, que es aire enriquecido con oxígeno. Eso me ayudó a afrontar con garantías mi trayecto al mundo de los vivos.
Me gustaría recordar cada abrazo, cada explosión de júbilo que acompañó mi salida a la superficie. Pero apenas recuerdo que se me vino encima todo el cansancio encima.
Ingresé rápido en una ambulancia, donde me tomaron la temperatura: mi pabellón auditivo marcaba 32 grados, por lo que corría riesgo de hipotermia. Me llevaron de inmediato el hospital de Son Espases, donde me trataron de forma inmejorable.
Con el paso de los días, ya estoy totalmente recuperado. En estos días he cumplido ya con algunas de las promesas que me había hecho durante mi encierro. Y, desde entonces, no puedo dejar de dar gracias. La lista es larga, pero necesaria.
Doy gracias a mis compañeros del Grupo Norte, a todos y cada uno de los espeleobuceadores y espeleólogos que participaron en el rescate, a los que estaban listos para venir a Mallorca desde diversos lugares del estado y del extranjero, a la Dirección General de Emergencias, a Protección Civil, a la Guardia Civil -en especial al GEAS y al coronel jefe de las Baleares-, a la Policía Nacional, a la Policía Local de Manacor, a la Federación Catalana de Espeleología, a los médicos y enfermeros del 061, a todos los voluntarios y amigos, a los que estaban presentes y a los que me hicieron llegar sus energías positivas con sus pensamientos.
También me ha sorprendido el apoyo de personas a las que ni tan siquiera conocía. En los días siguientes, la gente me paraba por la calle, me decía que habían prendido velas, que habían rezado y que habían hecho promesas por mí.
Hubo quien hasta me dedicó unas palabras, como Maribel Servera, una estupenda glosadora balear, que logró conmoverme el alma. Además, en el instituto en el que doy clases de Biología y Geología me recibieron con una fiesta sorpresa.
Agradezco muchísimo cada muestra de cariño y es imposible corresponder como se merecen.
Los epeleobuceadores estamos obligados a tener un seguro de accidentes en cuevas. El presidente de mi grupo me ha hecho el favor de ocuparse del papeleo. Espero que cubra absolutamente todos los gastos del rescate, porque, de lo contrario, volverán a encerrarme, aunque en la cárcel y por más tiempo.
Sigo vivo, sí, aún no ha llegado mi hora, pero me siento otra persona.
Después de un mes del accidente, ayer volví a sumergirme. Estuve en una cercana a la del accidente. Y volví a sentirme igual de pleno bajo el agua. Aunque con un añadido: ahora siento cada instante como un regalo.
Sí, el espeleobuceo me jugó una mala pasada, pero no puedo dejar de amarlo. Así que, mientras pueda, seguiré contribuyendo al conocimiento y a la divulgación de nuestro fabuloso patrimonio subterráneo de Mallorca. Lo llevo en la sangre y ahora me considero su embajador en la superficie.
¡Gracias!"