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España, Rumanía y las respuestas contra la corrupción

Están siendo noticia las manifestaciones populares en Rumanía contra un decreto que pretendía salvar de la justicia a los culpables de sobornos menores. Un abuso de posición dominante parecido al que el gobierno de Rajoy aprobó en España durante la mayoría absoluta  y que podría provocar el archivo de muchas investigaciones judiciales contra la corrupción política, lo que dejaría sin condena a los culpables. Quizás algunos ya se han librado, a pesar de que parece imposible que, además de esos “afortunados”, haya tantos como los que caben en los telediarios.

En el país del Conde Drácula las protestas siguen aunque el gobierno ha renunciado a la reforma y el ministro de justicia se ha visto obligado a dimitir. Como resulta intrigante la falta de respuesta social en España, tanto en las urnas como en las calles, ante un problema que sí moviliza a los rumanos, toca bucear en las historias respectivas para averiguar por qué somos más pasivos que ellos. O quizás más cobardes ante según qué clase de delincuentes. O cómplices. Serán reflexiones en voz alta, como contar la tormenta de ideas que pasa por la cabeza para que cada quien saque sus propias conclusiones, pues sería exagerado pretender la existencia de relaciones causa-efecto entre periodos históricos y comportamientos sociales sin avalarlas con toda una vida dedicada en exclusiva a esa investigación. Quizás me estoy contagiando del lenguaje de los líderes políticos, caracterizado por el simplismo en la construcción de los argumentos. Lo reconozco. Todo lo que sigue puede parecer superficial, y quizás lo sea.

Entrando en materia, se me ocurre que la violencia que ejerce el poder establecido sobre la sociedad que gobierna es un factor capaz de traumatizar a la ciudadanía a través del miedo. La dictadura es la forma de gobierno clásica para generalizar ese sentimiento destructor, tanto de la personalidad individual como de la confianza colectiva, basadas en el respeto a la ley y en la seguridad jurídica. Resulta una evidencia que, con ciertos matices, todos los países que han sufrido dictaduras, del signo que sean, han padecido sufrimientos más o menos similares. De hecho, muchos políticos del PP que no han condenado jamás la dictadura de Franco, porque no les conviene para mantener la unidad del partido, se llenan la boca a la hora de criticar “todas las dictaduras”, lo que incluye otras infinitamente más blandas o que técnicamente ni lo son, cuando eso sirve para atacar a los adversarios. En cambio, las democracias facilitan evoluciones dispares y creativas de las sociedades que las disfrutan gracias a la lógica de la libertad. Y ello a pesar de que la publicidad tiende a la homogeneización social en el actual contexto globalizador.

España sufrió la dictadura franquista durante 38 años, entre 1939 y 1977. Rumania una dictadura pro soviética durante 42 años, entre 1947 y 1989. Cayó doce años después que la nuestra, por lo que sus efectos podrían estar más vigentes. Estas dos historias, tan aparentemente paralelas, ofrecen diferencias que van más allá de los matices, y que probablemente ayudan a explicar la duda esencial que se plantea sobre nuestra mayor pasividad colectiva, o complicidad, o cobardía.

En primer lugar, el origen de ambas dictaduras. En nuestro caso se trató de un proceso esencialmente interno, “muy español y mucho español”, porque no permitirnos un poco de burla con sus propias palabras. Una guerra civil de tres años ganada por el bando golpista que dividió a la sociedad española en dos mitades políticamente irreconciliables. Un odio que alcanzó la intimidad de millones de personas, unas contra otras con nombres y apellidos, que trascendió varias generaciones y que permanece vigente en muchas familias. Un sistema de gobierno que obligó a envilecerse, para sobrevivir, a toda la población. En Rumanía, en cambio, la dictadura fue un sistema importado desde fuera y “avalado” por la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial que, de hecho, finalizó el mismo año en que cayó el muro de Berlín. Muy probablemente proliferó un sentimiento colectivo de unidad contra el invasor, como ocurre siempre. Por cierto, aceptaron la expansión de ese modelo en el bloque soviético las mismas potencias vencedoras del nazismo que, sin mover una ceja, podían haber salvado a los españoles de una dictadura capitalista y más salvaje que ninguna, pero no quisieron hacerlo.

En segundo lugar, la manera en que ambos regímenes terminaron y dieron paso a las respectivas democracias. Aquí Franco murió en la cama y muchos de sus miles de colaboradores durante años pudieron seguir en sus cargos, funcionariales, dentro de las mismas instituciones, convirtiéndose en protagonistas de la transición algunos de los más oportunistas y calculadores, más algún valiente. En Rumanía, en cambio, Ceaucescu fue ejecutado, a pesar de que sus crímenes no se acercaron ni de lejos a los de nuestro dictador. Nada sería igual en este país si alguien como Fraga, por poner un ejemplo, hubiera sido inhabilitado para siempre, y destituidos y encarcelados todos los altos mandos militares por unos golpistas democráticos y armados como los portugueses. No tendríamos ni la tan pesada monarquía, para empezar, y los catalanes no podrían reclamar una república para fortalecer políticamente la causa de su independentismo. La depuración política que implica el ajusticiamiento de los colaboradores de un sistema criminal constituye un proceso de saneamiento social imprescindible en cualquier transición. No es necesario fusilarlos. Tras tantas cosas como las que están aflorando ahora, y de las que tan avergonzados nos sentimos, ya nadie habla de la “ejemplar transición española”, algo de lo que tanto se ha presumido durante tantos años, para que nos olvidáramos de lo que no les conviene.

Otro lugar común entre sociólogos y politólogos, y está más que demostrado, afirma que el electorado de izquierdas soporta mucho menos la corrupción de los políticos de su misma cuerda de lo que el electorado de derechas consiente la de los suyos, quedando pendiente por determinar si es porque muchas de las personas de esta tendencia política esperan obtener enchufes para los suyos y otros beneficios derivados de la lacra. Entonces podemos aplicar lo de “blanco y en botella” para encontrar la correspondencia entre el rechazo de los rumanos a sus corruptos y, por ejemplo, el castigo electoral en España al felipismo del 96. Una corrupción socialista solo en las alturas y ceñida a los casos de FILESA, el AVE y poco más y, en conjunto, de una cuantía infinitamente menor a la  instalada en todos los niveles de las estructuras del PP, actuales y desde siempre. Un partido hoy denominado “banda de ladrones” por miles de bocas, sin que sus dirigentes se atrevan a presentar demandas en defensa de su honor, pues el título, tan parecido, de “organización criminal”, se comienza a leer en los autos y sentencias judiciales.

A pesar de todo lo anterior, los españoles no salen a la calle cada día para desmoralizarles y convencerles de que se auto disuelvan, como aquel Movimiento Nacional que durante los años 70 no opuso resistencia y así consiguió salvarse de las rejas. Manifestarse cada día porque esas acciones, las de presionar, reclamar, avergonzar y convencer son los principales motivos que justifican el derecho de manifestación, fundamental en cualquier democracia, y más a  la vista de lo lenta que va la justicia, algo de lo que con tanta hipocresía se quejan.

Podríamos extendernos sin límite sobre la historia comparada de Rumanía y España, pero no cabe todo en un solo artículo.

No es que España no sea capaz de movilizarse. Quien no recuerda los días que transcurrieron del 11 al 14 M de 2004, y que sirvieron para castigar al, probablemente, mayor equipo de políticos embusteros conscientes y confabulados de la historia, con Rajoy de candidato a estrenar, tan fríos y calculadores como para ser capaces de sobrevolar la mayor desgracia concentrada en un mismo instante y varios trenes para sacarle rédito electoral. Y como olvidar el 15M, siete años después, aquella movilización que no era sino resistencia contra el futuro que se veía venir, hoy, en el que estamos batiendo los records de desigualdad y pobreza infantil, y cuyo resultado electoral fue devolver el poder a los mismos embusteros de 2004, también con Rajoy a la cabeza.

Sí, España es capaz de movilizarse, pero no contra la corrupción protagonizada por los políticos en el poder que más recuerdan a los criminales que la gobernaron durante 40 años, aplastada contra el paredón de fusilar. Miento: tras el shock de las portadas con los papeles de “Luis, se fuerte, hacemos lo que podemos”, que hubieran hecho caer a cualquier gobierno, la única movida fue una recogida de firmas en Internet iniciada por un particular. También leo hoy, en Xornal de Galicia, que Jueces para la Democracia va a pedir la intervención de los organismos internacionales para ayudar a España en la lucha contra la corrupción. Mientras, los delincuentes disfrazados de políticos que contemplan encantados tan “firmes” reacciones de las víctimas de su latrocinio, millones de personas, confirman que aquí “todo el monte es orégano” y se reproducen como el cáncer maligno que son para la sociedad que gobiernan.

Las preguntas que comienzan a circular son del siguiente tenor: ¿Alguien va a convocar algo alguna vez contra esta lacra? ¿Ha desaparecido el derecho de manifestación? ¿Cuándo la mayoría parlamentaria se atreverá contra la ley “mordaza”?

Y la respuesta podría ser una: Quizás aún no somos mayores de edad. Otros, no tan grandes como nosotros, parece que sí. Es evidente que no todas las dictaduras son iguales. La peor del siglo XX para su propia sociedad, la nuestra. Tantos años después, los hechos demuestran que aún sufrimos sus consecuencias y, para más inri, ahora resulta mucho más difícil librarse de los que aún obtienen rendimientos.

Actualizado: 14 de marzo de 2022 , ,

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