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Puta mili

Queridos lectores, les advierto de que si son alérgicos a las marchas militares, el color verde les causa salpullidos, o son pacifistas convencidos, se pueden ahorrar mi artículo de la semana. Así pues: ¡SE ME LARGUEN, AR! Hoy voy hablar del extinto servicio militar, o, como decía el gran Ivà, de las historias de la puta mili. Una vez más les voy a dar material para que me llamen de todo.

La cuestión no es nueva, cada cierto tiempo se plantea la posibilidad de recuperar el servicio militar obligatorio, o, en su lugar, algún tipo de prestación social. Como todas las noticias es cíclica, y el último en lanzar el bumerang mediático ha sido François Fillon, el hombre que se postula a la presidencia de la república de Francia, el maromo que representa al electorado de centro derecha y que no pocos esperan —por el bien de todos, gabachos y vecinos— frene el vendaval populista de Marie Le Pen. Joder, la Le Pen... Siempre asocio su nombre con lo que me dijo Miguel Ángel Ariza una vez que nos la encontramos en Bruselas: «això no és una dona, es un cavallot». Fillon dice que, en el caso de llegar al Elíseo, se pensaría lo de volver a implantar la mili obligatoria en la Galia. Y eso le da yuyu a pacifistas, izquierdosos, centristas y derechones. Parece que lo de servir a la patria vestido de verde es cosa del pasado. Los militares tienen muy mala fama, muchos creen que son niños grandes jugando con armas de verdad y que se pirran por pegar bombazos y repartir balas a la mínima. Y se equivocan. No imagino profesión de mayor vocación —y también frustrante, por cierto— que la de prepararse toda la vida para una guerra que nadie desea y que todos, incluso ellos, quieren evitar. No nos engañemos, cuando se lía parda, y se acaba liando, alguien tiene que ir. Ya me gustaría a mí que no hubiera guerras, ser como una de esas mises bobaliconas que desean un mundo en paz y se quedan tan anchas porque su cerebrito es estrecho y solo se ensanchan por abajo para que les den la coronita en el certamen de turno. Y no me llamen machista, que conozco mises y modelos con la azotea bien amueblada, tantas como tipos sin escrúpulos que se las quieren cepillar a cambio de un ramo de flores y promesas vacías. Ese es otro asunto, que hoy estamos con los militronchos.

La idea de que por un periodo determinado —pongamos un año, por ejemplo— un joven preste un servicio, bien sea militar o civil, al país hoy nos parece un abuso. Papá Estado nos ha hecho creer que en la democracia todo son derechos. Nos hemos olvidado de los deberes tal vez porque pagamos nuestros impuestos con gran esfuerzo y con ello creemos cumplir, lo que nos permite abdicar de nuestras responsabilidades como ciudadanos. Si hay que pegar tiros, que vayan los que cobran. Pero, ay, la democracia no es gratis, no basta con pagar impuestos. Y sí, entiendo que lo de hacer la mili es una jodienda que no le gusta a nadie...

Lo entiendo porque a mí me tocó hacerla. Les escribe estas líneas un orgulloso artillero del reemplazo 4/90, un tipo que juró bandera en el Regimiento Mixto de Artillería 91, que pasó más frío que un trampero siberiano en gayumbos en los cuarteles de costa de Cabo Blanco y  de Cala Figuera de Mallorca, un muchachote que vio rato largo de cosas malas allí y otras tantas que me resultaron verdaderas lecciones vitales, un soldadito que se licenció como cabo primero con 106 guardias marcadas en la visera de la gorra. Yo era de esos que cuando lo llamaron a filas se cagó en España, en la monarquía, en el Papa de Roma y en el desgraciado que inventó el Cetme y las raciones de campaña. Yo era de esos que renegaba de todo y que no entendía la razón por la que el Estado iba a robarme de manera vil un año de mi vida. Sí, era de esos... De esos éramos casi todos. De esos éramos los tontainas a los que nos raparon la cocorota y nos sacaron de debajo de las faldas de mamá. Recuerdo el día en el que juré bandera en el patio de armas del RAMIX de la carretera de Valldemossa de Palma. Me emocioné, no lo entendía, cómo era posible que un tío como yo se sintiera enorme y pequeño a la vez, que casi llorara. Cómo me duele ver el cuartel cerrado cayéndose a pedazos cada vez que paso por delante.

Dicen que la mili te hace hombre... Bueno, no es para tanto. Lo que sí consigue son otras cosas. Debemos entender que la mili era para los jóvenes algo así como un rito de iniciación, el paso de la niñez a la hombría. Y lo digo en sentido literal. Podías vaguear, hacer el pelanas con los amigotes, pero sabías que una vez pasada la mili tenías dos opciones: o te ponías a estudiar en serio; o te ibas a currar de verdad. No había más prórroga para la buena vida adolescente, se acabó el dormir en clase y el tocarte los huevos en verano aunque llevaras cinco asignaturas cateadas. La mili te sacaba de tu zona de confort, te enseñaba lo que es el sueño y el frío, el hambre y la sed, la disciplina y el orden. Disciplina y orden.... Hoy parecen valores vetustos, devaluados, pero hasta donde yo alcanzo a entender, la disciplina y el orden, si no acaban en tiranía —y no es el caso—, no han matado a nadie. Si uno no acepta la disciplina y el orden de los demás puede vivir, por supuesto, y llegar a ser alguien de provecho, pero si no se los aplica a sí mismo no alcanzará a ser más que un pelele, con suerte un vaguete gracioso. No es muy complicado: la mierda es gratis; lo bueno solo llega con esfuerzo. Otro gran valor de la mili, y de este ya se ha hablado mucho, es el hecho de que a los jovenzuelos urbanitas de clase media como yo nos permitía conocer personas de toda condición social y de geografías diferentes. Y eso enriquece, te hace ver el mundo como es, no como habías creído verlo en tu limitada visión de burro y zanahoria. Yo conviví con niños pijos de pasta, con pastores de León, con payeses de Manacor, con gitanos y quinquis, con un chaval medio francés, con un traficante de drogas, con un cocinero superdotado, con delincuentes y con tipos que todavía hoy, cuando ha pasado más de un cuarto de siglo, aún me maravillan por su temprana nobleza.

La mili te quita la  tontería y además te enseña un vocabulario castrense de amplitud mesetaria, bruto, vulgar y riquísimo. Sí, te quita la caraja. Y no aliena, ese es otro tópico. Formas parte de un colectivo, cierto, de un colectivo en el que la acción de un individuo marca la diferencia.

Todos conocemos, por desgracia, a numerosos ninis, chicos y chicas, a los que un baño de realidad les vendría fenomenal. La culpa no es suya, es nuestra por inculcarles la ausencia de valores, por sobreprotegerlos, por negarles oportunidades, por venderles un mundo de derechos regalados que no se cumplen. Como dice Stephen King, cuando creces te das cuenta de que a la máquina de los sueños le han colgado un cartelito de NO FUNCIONA.

Entiendo que puede sonar nostálgico, que tal vez el tiempo emborrone mis recuerdos y haya olvidado las penurias del cuartel, que con los años uno se vuelve un abuelo cebolleta. Y aún con todo, no me parece mal replantear la posibilidad de un servicio militar, o al menos social, obligatorio. Piensen, como decía Robert A. Heinlein —otro al que siempre llamaban fascista, y el pobre no lo era—, en el axioma de «el servicio otorga la ciudadanía». Heinlein también aseguraba, con tanta certeza como pesar, que a lo largo de la Historia la guerra ha solucionado más conflictos que la diplomacia. Es una idea atroz, aunque no por ello menos cierta. Es un principio que no me gusta y entenderlo no me convierte en un belicista, ni a mí ni a nadie. Dejémonos de chorradas, yo ante un tío dispuesto a jugarse la vida por defenderme a mí y a mi familia sin conocernos de nada me quito el sombrero. Eso es honor.

Qué bueno sería tener la mili de vuelta para despabilar a unos cuantos, para meterles la patada en el culo que necesitan, el empujón que papás y mamás buenrrollistas y escuelas de cartón piedra con menos principios que un libro en blanco no les han dado. Y si no quieren pegar tiros, cosa que respeto, que al menos vayan a echar una mano a los doscientos mil sitios donde se les necesita.

Hala, ya lo he soltado. ¡ROMPAN FILAS!

Actualizado: 14 de marzo de 2022 ,

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